La sociedad hondureña no sale del asombro y miles de pregunta saltan en las mentes de cada uno de los ciudadanos de este país, ante el drama demoledor de más de 47 mil niños centroamericanos, la mayoría de ellos hondureños, que optaron por migrar, especialmente hacia los Estados Unidos en busca de un “mejor destino”.
Las causas salen a flote, se levantan criterios por doquier, unos doctorales y otros, los mejores, sencillamente simples y es que ese éxodo de los niños y niñas hondureñas tiene únicamente una causa polifacética: La pobreza.
Hace más de dos décadas que la Organización Internacional del Trabajo, OIT, viene advirtiendo del incremento del empleo infantil en el país y más crudo aún son los informes sobre desarrollo humano en Honduras en donde no ascendemos, más bien descendemos en esa escalinata básica que mide los avances del bienestar de los pueblos del mundo.
En medio de las discusiones y la búsqueda de causas, muchas de ellas maquilladas, quizás lo rescatable es que el destino jugó a favor de los niños migrantes no sólo al darse a conocerse su dramática situación, sino en lo esencial al no perder sus valiosas vidas
Pero ello no debe convertirse en un atenuante permanente, porque en el fondo el drama seguirá si las condiciones de pobreza, violencia y marginalidad que hay no cambian y deja de verse a los migrantes como un soporte a la desequilibrada y excluyente economía del país al enviar sus remesas que son un aporte indiscutible al Producto Interno Bruto.
Pero más allá de los cálculos económicos y hasta geopolíticos, hay un drama, una catástrofe que es cotidiana porque los menores migrantes al emprender su éxodo enfrentan los riesgos de la travesía; coyotes, trata de personas, secuestros, violaciones y los rieles de la bestia que podrían succionarlos y mutilarlos, pero, aun quedándose en el país, la danza de la muerte proyectan sobre ellos y su entorno sus fatídicos presagios.
Que difícil coyuntura la de estos niños, la inestabilidad de los infantes hondureños debería ser un signo de vergüenza para quienes hoy actúan como herodianos, persiguiendo a los inocentes. Porque se les persigue al excluirlos, al negarles las oportunidades. En pocas palabras al negarles la vida fomentando un modelo económico excluyente y acaparador, donde lo menos que importa es el bienestar común.
Ya se han dado algunas acciones que vistas desde el plano humanitario tiene su validez, pero si las mismas son para generar imagen y politizar el drama, sólo abonarían la irresponsabilidad con que se ha tomado el problema y su consecuente agrandamiento
Herodes tenía muchos miedos, vio en peligro su carácter de monarca y mandó a asesinar a los niños de su reinado por temor a uno, pero más allá visualizó la posibilidad de perder su poder y consecuentemente caer en desgracia con Roma.
Quizás a muchos políticos del patio les asuste que los niños hondureños crezcan sin posibilidades y vean en su éxodo una salida fácil para mantener su poder y afianzar el sistema neoliberal, pero la vida de estos infantes clama justicia, asistencia, protección, oportunidades, educación y salud, sobre todo una familia donde desarrollarse.
El drama que vivimos los hondureños con nuestra calles, barrios y colonias cercadas por el miedo y la sangre, no desaparecerá si quienes administran el Estado siguen pensando que más soldados, armamento y estrategias publicitarias para esconder los efectos de la violencia son el mecanismo válido ante la situación que enfrentamos.
Hay que abrir el camino del diálogo, no tenerle temor a la participación ciudadana, porque los problemas que afectan a los hondureños sólo podrán comenzar a resolver cuando todos nos sintamos nación y juntos, sin sectarismos ni posiciones mesiánicas, busquemos las salidas viables no sólo para conjurar la migración infantil, sino para desarrollar el país en base a un plan auténtico surgido del consenso, no del interés de los de siempre.