Tegucigalpa. – Cada vez que sucede un crimen de alto impacto, la percepción de inseguridad entre la población se eleva por encima de los niveles acostumbrados. Así lo demuestran las numerosas encuestas de opinión que, con demasiada frecuencia, circulan y proliferan por doquier, aunque no siempre tengan el rigor de la ciencia estadística ni el respaldo ético y profesional necesario.
Hasta cierto punto es normal que así sea. Los crímenes de alto impacto mediático y social tienen la extraña capacidad de acentuar la percepción de orfandad e indefensión en que se encuentra la mayoría de la gente, especialmente aquella que no tiene ni la capacidad económica ni el status social para asegurarse una protección aceptable en su entorno cotidiano. El hombre de a pié se siente desprotegido y constata con angustia que la inseguridad abarca incluso a los mejor cuidados, a los menos vulnerables. En consecuencia, su miedo aumenta y la percepción de inseguridad se vuelve desesperante y en ascenso.
En los años ochenta del siglo XX, los años del lema aquel que proclamaba a Honduras como si fuera “un oasis de paz”, la violencia política crecía como una ola depredadora en el entorno regional de nuestros vecinos. Guatemala, El Salvador y Nicaragua sufrían, con distinto énfasis e intensidad, sus propias y lamentables guerras civiles. Honduras, el único país con fronteras terrestres con los tres atribulados vecinos, estaba en relativa paz, solo perturbada ocasionalmente por los excesos en los teatros bélicos del vecindario. Pero esa “paz relativa” de la que gozaba la sociedad hondureña tenía un precio: la cesión de nuestro territorio para que sirviera a los intereses político-militares de Estados Unidos, albergando en nuestro suelo a las tropas de la contrarrevolución nicaragüense, los llamados “Contras”, y entrenando en nuestros campamentos a soldados salvadoreños que luchaban contra el entonces guerrillero Frente Farabundo Martí. O sea que Honduras se había convertido en promotor activo de la violencia ajena. “Oasis de paz” hacia dentro y “retaguardia bélica” hacia fuera. Mientras nos proclamábamos como un espacio favorable para la paz regional, en la práctica actuábamos como estímulo activo para los conflictos armados de la región ístmica. La política exterior de Honduras era un compendio de hipocresía y mentiras.
Cuando llegaron los acuerdos de paz de Centroamérica a principios de los años noventa, la violencia política fue cediendo el paso a las crecientes manifestaciones de la violencia social. Los flujos migratorios hacia el norte crecieron y se vieron súbitamente estimulados por los desastres naturales como el del huracán Mitch en 1998. La situación se volvía cada vez más asfixiante e insufrible. Crecía el desempleo y empezaron a aparecer los primeros brotes de las pandillas o “maras”. La remilitarización de la seguridad pública fue acompañada por la creciente influencia del crimen organizado, especialmente en su variante más agresiva: la del narcotráfico. El Estado, poco a poco, fue entrando en una fase de “degradación creciente” que, hoy por hoy, lo tiene al borde de convertirse en un Estado fallido.
Así que no nos olvidemos nunca de aquellos años turbulentos. La violencia actual se fue incubando desde entonces. Los hondureños, nos guste o no, somos los hijos directos de aquella violencia traidora que nuestros gobiernos respaldaban desde el territorio nacional hacia los países vecinos. Hoy, con las vueltas que da la historia y la trágica ironía que a veces la caracteriza, esa violencia, en sus nuevas variantes y disfraces, nos envuelve también a nosotros y nos mantiene en un permanente y desesperante estado de angustia colectiva.
Por eso, al asustarnos ante el impacto de los crímenes recientes, recordemos siempre de donde viene esa ola violenta, quien la animó en sus inicios y quienes la sufrimos en su desarrollo. La violencia que hoy nos aturde y asusta tiene sus orígenes en el reciente pasado, cuando falsamente nos autoproclamamos “oasis de paz” sin saber que todo ello era un simple espejismo del desierto.