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Oh, usted sí que sabe, honorable diputado

Oscar Flores

—Hombres que habéis abusado de los derechos más sagrados del pueblo por un sórdido y mezquino interés: con vosotros hablo, enemigos de la Independencia y de la Libertad —se escuchó una voz en uno de los pasillos del hemiciclo del Congreso Nacional de Honduras.

—Sin duda, una de mis frases favoritas. No ha perdido vigencia a pesar de que fue escrita en 1841. Es decir, hace 183 años.

—El Manifiesto de David debería ser estudiado en todas las escuelas, ¿no lo crees, querido Tacho?

—Totalmente de acuerdo, estimado Tachín.

Intrigados, los diputados hicieron silencio. ¿De quiénes eran aquellos dos voces que hablaban en el pasillo? A pesar de la curiosidad, ninguno quiso levantarse de su servicio sanitario, perdón, de su curul. Unos comenzaron a sudar helado; otros, a reír como tontitos. La mayoría se dio por aludida.

Hasta que hubo uno que se atrevió a preguntar:

—¿Quién es ese David que mencionan?

—Ha de ser el Rey David —intervino un diputado rechoncho con cuerpo de sandía.

—¿El Rey David Suazo?

—Mmmm, no… Creo que más bien es el David de la Biblia.

—¡Ignorantes —gritó un diputado de voz chillona—: esa frase es del filósofo griego Aristóteles.

—Oh, usted sí que sabe, honorable diputado —lo felicitó una diputada de piernas gruesas, como postes de luz.

—¿Y qué piensas, querido Tachín, de aquel soldado sin miedo y sin tacha que renunció a la pensión vitalicia que le ofrecieron por servicios prestados a la Patria? —siguió la plática en el pasillo.

—¡Absurdo! —levantó los puños un diputado.

—Aunque somos de partidos enemigos, por esta vez estoy de acuerdo con usted —intervino otro congresista.

—¡Es como que nos tocara renunciar al fondo departamental! —soñó un coro desafinado.

—¡Ni lo quiera Dios… yo tengo que terminar de construir mi mansión! —se alarmó un viejo cuyos treinta años como legislador se resumían fácilmente: cero leyes, setenta millones en el banco, diecinueve amantes…

Pero la conversación del pasillo volvió a silenciar a los diputados de las distintas bancadas. Por esta vez no sonaron las pitoretas, las propuestas absurdas, los insultos de “comecuandohay”, “saltatapiales”, la tuya, la que te amarra la cabuya, mirame la seña, vos y cuánto más…

—A mí, Tachín, aún me hacen estremecer aquellos versos de Entré/en la Casa de la Justicia/de mi país/y comprobé/que es un templo/de encantadores de serpientes.

—¡El gran Roberto Sosa, querido Tacho!

—Oh —dijo un diputado— de todos los poetas argentinos, ese Roberto Sosa es uno de mis favoritos.

Tachín y Tacho hablaron de Ramón Rosa, Juan Ramón Molina, Froylán Turcios, José Antonio Domínguez, Alfonso Guillén Zelaya, Rafael Heliodoro Valle, Óscar Acosta, Clementina Suárez, Roberto Castillo, José Luis Quesada, Obed Valladares, Pablo Zelaya Sierra, José Dolores González, Livio Ramírez, José Adán Castelar, Guillermo Anderson, en fin…

—Apuntá, apuntá, creo que esos son los jugadores que podrían reforzar al Olimpia para el próximo torneo —murmuró alguien de la junta directiva.

De repente, un rebuzno encolerizado estremeció al palacio legislativo. De la oscuridad del pasillo emergieron dos hocicos y cuatro orejas puntiagudas.

—¡Cuánta ignorancia la de estos corbatudos, Tachín!

—Sí, Tacho, parece que nos equivocamos de establo…

Tacho y Tachín se largaron, pero el hemiciclo quedó lleno de rebuznos. La sesión había comenzado…

(Óscar Flores López)

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