Por. Thelma Mejía
Justo cuando analizábamos con unos amigos una publicación académica sobre el recién pasado proceso electoral, nos llegó la noticia del deceso de don Adán Palacios, un experto y viejo amigo a quien consultaba no solo de temas electorales y de País, también de la vida y sus caminos cruzados, así como el valor de la amistad, la gratitud y la solidaridad.
Le conocí como una periodista principiante a quien la vida le ha enseñado que el periodismo es aprender y aprender. Siempre fue atento, receptivo y anuente a compartir sus conocimientos, pero fue hace más de una década que le traté desde una faceta distinta: la del amigo y consejero.
Su actual compañera de vida, Bertha Oliva, una amiga muy querida para mí, me llevó a conocerle en esa otra faceta. Muchas veces en esa defensa de la vida y el activismo de los derechos humanos, recorrimos en su carro a altas horas de la noche las oscuras calles de Tegucigalpa y Comayagüela.
La casa de ambos fue una extensión de nuestra casa cuando nos venía la nostalgia o necesitábamos un consejo oportuno. Respetuoso de los espacios cuando los amigos de Bertha llegábamos a su casa, él nos proveía la comida china y luego se iba a disfrutar de lo que tanto amaba: sus hijos Tomás y Marcela, así como sus nietos. Era un alcahuete.
Bertha le escondía los chicharrones que compraba en la carretera de Comayagua, cuando venía de cuidar sus mangos, como decía. Renegaba porque no le dejaban comer un chicharrón y aunque acogía las reglas, de vez en cuando las burlaba cuando avistaba un descuido. Parecía un niño que robaba un dulce a la vida.
Con su modo, su paciencia y su comprensión, don Adán logró ser el compañero ideal en la vida de Bertha porque no solo le respetó su espacio y sus posiciones, aunque a veces no las compartiera. Supo estar aunque no pareciera y ofrecer su hombro antes de que ella se lo pidiera. La conoció tan bien que eso hizo que su unión perdurara en el tiempo.
Por eso Bertha estaba devastada y su familia también. Se había ido un hombre bueno, noble y solidario a morir. No fue extraño ver todo tipo de gente en su velatorio, todos le sentían y le valoraban.
Don Adán se fue justo cuando se aprestaba a dar nuevas ideas que permitieran entender el complejo panorama político y electoral hondureño, era un amante de la democracia y cuando no compartía algunas visiones de la prensa o los periodistas que él admiraba, me llamaba para quejarse o desahogarse. “Hay que trabajar más en la formación de la prensa”, me insistía.
Últimamente andaba muy preocupado por el deterioro de la democracia y el financiamiento de las campañas políticas. Le preocupaba en demasía la penetración del crimen organizado en la política, porque él era un político puro, de esos viejos robles que no aceptaban carcoma. Era de esa gente de honor y de palabra, en un país donde no todo el mundo aprecia esas dos expresiones en su justa dimensión y lo que ello encierra.
De ahí que no fuera extraño que dos viejos luchadores de los derechos humanos como el doctor Ramón Custodio y Bertha Oliva, hicieran a un lado sus visiones, para compartir ese momento de dolor, dando así una lección de respeto y de convivencia, en medio de las divergencias. No dudo que el espíritu de don Adán y de doña Nena alentó ese momento.
La familia de don Adán, la primera, y la actual, debe estar orgullosa del ser que la vida les permitió compartir en su momento, llenar los vacíos con los bellos recuerdos y recoger su legado de humildad, sencillez y solidaridad para honrar su memoria en el tiempo.
A Marcela, mi niña hecha una bella mujercita y a Tomás, el joven que maduró de golpe, abrazar el recuerdo de su padre con el cariño infinito que les dio, y a Bertha, mi querida y respetada amiga, sacar el roble que él forjó en ella porque el amor es así, eterno y profundo. Así fue don Adán, un hombre profundamente noble a quien esta periodista extrañará para aprender de su sabiduría y experiencias de vida. Que Dios esté con él y los suyos.