
De la casa de mi abuela Sara recuerdo el olor a pan recién hecho que salía de la cocina, las tejas de barro, el patio en el segundo piso, la salita en la que me sentaba a escuchar historias que el miedo convertía en escalofríos que recorrían mi cuerpo, las flores del jardín.
La visitaba todos los sábados, después de mis clases en Bellas Artes. Yo tenía doce años, pero la Tegucigalpa de ese entonces no era tan peligrosa como la de la actualidad.
En el Parque La Libertad (lo correcto hubiera sido Libertinaje), las prostitutas piropeaban a los transeúntes, y los borrachos, por cualquier motivo, se retaban a los golpes, aunque a la hora de la verdad solo le atinaban al rostro del viento.
Mi única preocupación eran las cagadas de los pájaros.
Cuando llegaba La Bolsa, el barrio donde vivía mi abuela, ella ya me esperaba con el almuerzo. Sobre la mesa, además, había pasteles, galletas, dulces…
La abuela era trigueña y pequeña, pero se movía con agilidad.
Uno de mis mayores tesoros es un libro (las fábulas de Leonardo Da Vinci), que me regaló el 17 de mayo de 1981, es decir, hace cuarenta y cuatro años.
“Oscarito: que la lectura de estas fábulas deje en tu mente sus sabias enseñanzas. Tu abuelita que te quiere mucho, Sara”, dice la dedicatoria.

OJOS GRANDES
Más que con la boca, mi abuela Sara contaba historias con los ojos, que eran expresivos, grandes, llenos de magia y de luz.
“Allá en San Juancito, por las noches, las almas de los mineros suben a las montañas de El Rosario. Uno los puede ver desde las ventanas”, me contaba, y yo me quedaba en silencio, como los muertos de las minas.
A través de sus relatos conocí San Juancito, donde ella y mi padre nacieron.
Tristemente, a mi abuela la disfruté muy poco, pues falleció cuando yo tenía trece años. No olvido la mañana que me estaba bañando cuando mi mamá me dio la noticia. Fue la primera persona que amaba que se me moría…
La última vez que la vi, estaba acostada en su cama y me puse a llorar. Mi abuela, con las pocas fuerzas que tenía, me pidió que ya no llorara y luego me prometió que iba a curarse. Yo no sabía en ese momento que ella ya sabía que eso era imposible.
Lloré desconsolado en su velatorio, en la misa de cuerpo presente y en su entierro.
SAN JUANCITO Y EL ROSARIO
Después de su muerte visité San Juancito varias veces. Busqué a algunas personas que la conocieron, como doña Domitila (actualmente tiene 103 años) y don Rafael Figueroa (me llevó a la casa donde mi abuela nació).
He vuelto a conectarme espiritualmente con mi abuela gracias al libro Memorias de un cirujano oncólogo, escrito por mi papá, Óscar Flores Funes.
El recuerdo de mi abuela y el deseo de mantener vivo su legado me motivaron a acercarme un poco más a las aldeas de San Juancito, El Nuevo Rosario y Guacamaya, y a compartir con su gente.
A pesar de la belleza que las rodea, a pesar de su historia y riqueza turística y cultural, las tres aldeas han sido olvidadas por los gobiernos y los alcaldes de Tegucigalpa.
Tengo la esperanza de que eso comenzará a cambiar.

Localizada apenas a quince minutos de Valle de Ángeles, San Juancito es una aldea tranquila en la que uno puede caminar tranquilamente sin temor a ser asaltado. Desde allí se puede caminar hasta la aldea El Nuevo Rosario (tres kilómetros cuesta arriba) o en mototaxi.
También se puede llegar a través de Guacamaya en un viaje hermoso en medio de la montaña que dura unos 45 minutos en mototaxi.
A pocos metros de la entrada de El Rosario está La Tigra. ¿Se puede pedir más?
Desde arriba se puede contemplar la belleza de la región.
El viento me trae el recuerdo de mi abuela, y no puedo dejar de imaginar a los mineros que subieron por este angosto camino de tierra y piedras.
¿Rondarán sus almas por acá?, como decía mi abuela. Creo que sí.
Mi idea original era escribir sobre el caos que han provocado los políticos hondureños: la vergüenza de lo que sucedió en el Congreso Nacional o de la bajeza (la patanería) de Marlon Ocho y su pregunta de poca monta: ¿Consejera, consejera, le hace falta alguien que está preso en Estados Unidos?
Pero no tuve hígado. Suficientes espacios les dan los foros de la TV.
Y así fue como terminé recordando este sábado 12 de julio a mi abuela Sara, a su casa llena de aromáticos olores, las tejas de barro de su casa en barrio La Bolsa y aquellos ojos con los que me contaba historias que me ponían los pelos de punta.