Por Víctor Hugo Álvarez
La beatificación de Óscar Arnulfo Romero que se realizará el 23 de mayo en San Salvador, culmina una larga etapa que se inició desde el asesinato del arzobispo inmolado el 24 de marzo de 1980, hasta este momento en que la Iglesia reconoce su martirio y lo eleva a los altares.
La espera no fue en vano, porque Romero siempre fue un santo para el pueblo salvadoreño y para muchos latinoamericanos, no sólo por la saña con que fue asesinado, sino por su compromiso valiente en denunciar la injusta distribución de la tierra en el país más pequeño de Centroamérica, los bajos ingresos de la población salvadoreña y la sistemática violación de los derechos humanos, aspectos que generaron una exclusión y una pobreza creciente que alimentó la esperanza de una salida por la vía de las armas para remediar la agobiante situación.
Sobre las causas que generaron el conflicto bélico en El Salvador, que aumentó su intensidad en el decenio de los años ochenta dejando miles de muertos, desaparecidos, refugiados y exilados, se han escrito cantidades de estudios, pero muy pocos han dimensionado la actitud de Romero como orientador que buscaba salidas no violentas al conflicto, pero sin dejar de denunciar con valentía sus orígenes y las terribles consecuencias de esa conflagración sobre los más vulnerables.
En medio de esa confrontación se alzó la voz del pastor, voz que irritó a los sectores favorables en mantener el statu quo en el Pulgarcito de América y que, también, fue tomada como bandera por los opositores a ese estatus que luchaban por cambiar la situación. Ambos bandos con sus posiciones ideológicas bien definidas e irreconciliables se convirtieron en piezas claves del mortal ajedrez de la guerra fría.
Romero rompió el silencio, pero la ruptura también le granjeó adversarios al interior de ciertos sectores de la misma institución eclesial no sólo en El Salvador, sino a nivel latinoamericano e internacional. Se le acusó de proteger curas progresistas, de ser azuzado por los teólogos de la liberación, de ser marioneta de los jesuitas, de haber abandonado el magisterio eclesial y dedicarse a “lo social” y de “poner en práctica un magisterio paralelo».
Pero para la mayoría de los salvadoreños la situación era otra: Romero era el profeta que alzaba su voz por ellos, que denunciaba los atropellos y buscaba un país más justo, más equitativo. Esa visión causaba escozor en la oligarquía de su país.
Lo mataron y su muerte tuvo olor a santidad y por ello el pueblo lo clamó santo, pero desde que se inició la causa para su beatificación, la misma estuvo plagada trabas, de oposición y el arzobispo italiano Vicenzo Paglia, quien ha llevado la causa hasta el final, no ocultó de dónde vino la oposición y cuáles fueron sus criterios personales durante esto últimos 35 años en cuanto a la santidad del arzobispo salvadoreño. “Hubo momentos en que sentí que caminaba sobre arenas movedizas” dijo.
Reveló a un diario salvadoreño que: “Hubo quienes dentro de la Iglesia católica no querían ver al arzobispo asesinado como beato dijeron que, a pesar de todo, no era oportuno continuar con el proceso porque la figura de Romero era nociva para la unidad de El Salvador”. Paglia dice que ante una objeción tan abstracta, nunca decayó.
Cuando el tres de febrero se anunció que se aceptaba el martirio de Romero como víctima de enemigos de la fe, el arzobispo Paglia acosado por los periodistas dijo que en el transcurso de los años hubo embajadores de El Salvador ante el Vaticano que pidieron no darle cabida a la causa de la beatificación, pero no explicó las razones que esgrimieron, deduciéndose que eran obvias.
En el fondo, la objeción de los opositores se basaba en la idea de que el asesinato de Monseñor Romero había sido consecuencia de sus filias políticas: “Escogió un bando y por eso lo mataron”, así resume el postulador la línea de los detractores.
Paglia y sus colaboradores no se dejaron vencer. “Tengo que decir que el testimonio de Monseñor Romero es el testimonio de un creyente, de un hombre de Dios, de un hombre de la Iglesia que escogió dar su vida por los más débiles y los más pobres. He estado siempre muy impresionado durante estos largos años, desde que soy postulador, por la fama de santidad que tiene Monseñor Romero en cualquier parte del mundo”.
La convicción del arzobispo italiano es clara, junto a él un grupo de teólogos y varios clérigos salvadoreños lograron que la Iglesia reconociera la santidad de Romero. Un papel decisivo en la causa lo tuvo el papa Francisco, pues culminó de destrabar el caso.
Tras conocerse parte de las contradicciones que tuvo el proceso de beatificación del llamado “obispo de los pobres”, surgen las preguntas: ¿La beatificación logrará unir a la Iglesia salvadoreña y acabará la oposición a la figura de Romero? ¿Cómo entenderá la Iglesia latinoamericana esta decisión de El Vaticano? ¿Qué pasará en El Salvador ahora que la imagen de un protector de los pobres y de los derechos humanos se ha fortalecido?
El tiempo ira perfilando las respuestas, pero más allá del gran logro esta algo que subyace, Romero no sólo fue asesinado físicamente, sino que sus detractores intentaron matar su inmortalidad y su ejemplo durante todo el proceso de su beatificación.