“El poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente”, la célebre frase atribuida a Lord Acton parece arraigarse con celeridad en diversas partes del mundo, sin distingos de cultura, geografía, religión e incluso nivel de avance económico.
Aunque la acción destructiva de la anti-política es más evidente en países donde la democracia constitucional carece de raíces profundas, es imposible abstraerse y desconocer la deriva de sociedades que, hasta hace unos años eran consideradas ejemplares: Italia, Francia, por ejemplo y Estados Unidos, sobre todo, parecieran sucumbir a la tentación autoritaria por la que propugnan algunos de sus lideres más conspicuos.
La situación tampoco discrimina por colores en la paleta idearía. Da los mismo que aquel se declare derechista conservador o este de izquierda progresista. La tendencia autoritaria domina el escenario social, hincando procacidad al debate que desciende con rapidez al bajo mundo de la política.
Latinoamérica, esta región inmadura y procaz, se desboca de forma inminente hacia una suerte de agujero negro inmarcesible. Nada, parece evitar el descalabro al que se abocan sus millones de habitantes, hartos de gobiernos churriguerescos y corruptos, en los que las formas dictatoriales de dominación subordinan a las democracias sin exterminarlas, pero sí, poniéndolas a su servicio.
Quienes, por gracia del voto popular, ocupan temporalmente el estamento público, no escatiman en hacernos saber sus aviesas intenciones. Continuamente propalan su aquiescencia y simpatía por los líderes de procesos antidemocráticos y, sobre todo, abiertamente corruptos.
Resulta extraño que, habiéndonos vendido un discurso promisorio, amigable con la división de poderes, la distensión y tolerancia, ahora alardeen en forma vitriólica el apoyo que prestan a líderes tan execrables como Putin, Maduro, Ortega y Díaz Canel, sin prestar la debida atención al conjuro que están advocando; sin recordar siquiera que hace apenas dos años sufrían los embates del “juanorlandismo” angurriento y vesánico que amenazaba con quitar del medio cualquier signo de honestidad y apertura.
Nada queda entonces, de la apodíctica y salubre propuesta liberal que un día, ya lejano, esgrimieran Morazán, Valle y Rosa. Aquella que esgrimían a favor del respeto al proyecto de vida de cada individuo sin afectar el de terceros. Uno en que el estado limita su acción a la de garantizar el cumplimiento de ese derecho sin más intervención.
No. Los políticos de toda índole han vulgarizado la acción estatal con el fin de adueñarse de la voluntad ajena, con el prurito de tener acceso al patrimonio privado de las personas mediante la expropiación en nombre del bien común para, con la promesa de dar todo para robar a sus anchas, espolear continuamente lo nuestro para enriquecerse sin pudor.
Con esa excusa han destruido una forma de organizar la sociedad que, en rigor, ha sido la única en garantizar prosperidad masiva permitiendo a cada uno el desarrollo de su potencial sin que medren para ello la cuna, cultura, habilidades y medios y que limita el alcance de los objetivos únicamente al tamaño de los anhelos personales.
Por supuesto, no se trata de una poción mágica que fabrica paraísos artificiales como el que prometieron Marx y sus hijos. Por ello tiene tan mala prensa. Por eso causa desapego y es abandonada sin piedad por ratones que, al influjo de flautas melódicas, corren detrás, directo al abismo, como Venezuela y Cuba, como Nicaragua y Chile, también acá, en la periferia veremos el inevitable naufragio si no hacemos algo.
Pero ya es tarde. Llegamos de forma inexorable al primer cuarto del siglo de la información sin estar preparados y no habrá una segunda oportunidad sobre la tierra para las sociedades condenadas a la dependencia y la baja autoestima.