Por: Víctor Meza
Tegucigalpa.- El lenguaje, ya se sabe, suele ser engañoso y, como tal, acostumbra jugarnos malas pasadas, sobre todo cuando no se le domina con la propiedad adecuada o, siquiera, con un conocimiento aceptable. Por decir A terminamos diciendo B y por aclarar las cosas podemos confundirlas.
Algo parecido le ha sucedido al jefe del Estado Mayor Conjunto de las Fuerzas Armadas, General René Ponce, con sus recientes declaraciones públicas sobre la visión que tienen las FFAA en torno a la situación política del país y la disposición de los uniformados a defender hasta el último momento el régimen ilegítimo que preside el inquilino ilegal de Casa Presidencial.
Habló con tanta prepotencia que terminó trastocando la lógica de su pensamiento y diciendo palabras que era preferible guardar en el arsenal de la prudencia. Su inevitable altanería resulta ofensiva para las mentes inteligentes de nuestro país. Sus afirmaciones rotundas sobre cuestiones que merecen análisis más profundos y reflexiones más cuidadosas, solo evidencian la rigidez de su mente y el escaso espacio que tiene para la flexibilidad y el buen sentido.
Eso de decir que un golpe de Estado se puede realizar en veinte minutos y que si se viesen obligados a una acción semejante sería para quedarse en el poder por unos treinta años y poder hacer el bien a la atribulada Honduras, no solo resulta una tontería suprema sino también una ofensa al raciocinio colectivo y a la sana convivencia. Refleja además sus escasas lecturas de la abundante bibliografía universal sobre los golpes de Estado, empezando por el célebre libro de Curzio Malaparte, “Técnicas de golpe de Estado”, publicado en 1931 y guardado, seguramente con celo de buenos lectores, en las bibliotecas o secciones de libros que deben haber en las instalaciones de las FFAA. Leer a Malaparte enseña mucho sobre los golpes de Estado y, en especial, previene de las chapucerías y disparates que han sido carta común en los golpes de Estado y los bruscos remezones de barracas a que nos han tenido acostumbrados los militares criollos.
Pero si lo primero (lo de los veinte minutos) es fanfarronería, lo segundo (permanecer treinta años en el poder) es ofensa abierta, desafío intolerable a la cultura política en construcción, afrenta a los ciudadanos que todavía creemos que la democracia es posible y que la tolerancia es necesaria. Suena amenazante, por decir lo menos, cuando no resulta grosera y ofensiva la declaración abrupta y poco meditada del General mencionado. Nos enseña que la soberbia parece ser hermana gemela de las armas y que el desprecio por los valores democráticos sigue siendo la norma, y no la excepción, en el ámbito de los cuarteles. Es bueno recordar al pensador español: “Las armas vencen, pero no convencen”.
No tengo ninguna animosidad personal contra los militares. De hecho, tengo varios amigos que lo son (en condición de retiro) y siempre he valorado y valoro su caballerosidad y educación. Pero me declaro abiertamente contrario al militarismo, en tanto que sistema autoritario y negación constante de los valores que proclaman el pluralismo y la democracia. Los militares no deben ser más que “ciudadanos en uniforme”, tal como sucede en los países modernos y democráticos. No son ni deben ser superiores a nadie, ni casta privilegiada ni élite abusiva. Son ciudadanos que cumplen una tarea específica que el Estado les asigna y la Ley les regula. Tienen la enorme responsabilidad de portar armas que el Estado les confía para que cumplan sus obligaciones constitucionales. Son apenas un instrumento institucional para ejercer la violencia legítima del Estado y asegurar su defensa ante las amenazas externas. De la defensa interna y la garantía del orden público se deben ocupar los policías, tal como ya lo establece claramente la Constitución de la República.
Por lo tanto, siguiendo el hilo de esta argumentación, es fácil concluir que los militares no están diseñados para dar golpes de Estado ni para organizar el entramado institucional de la República. Tampoco han sido formados para construir democracia. Las instituciones verticales, basadas en el mando y la obediencia, no dejan espacio para el debate crítico y el cuestionamiento político. No son ni pueden ser instituciones realmente democráticas, aunque sí deben estar sometidas a la ley y al servicio de la democracia. Los errores de la democracia, señor General, se corrigen con más democracia; no se corrigen con golpes de Estado. Mientras la primera se construye en la plaza pública, los segundos se traman en la oscuridad de las cavernas.