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La antigua Roma y su herencia

José S. Azcona

Al estudiar nuestros orígenes e historia es impresionante ver la influencia que tuvo el estado romano (tanto la República como el Imperio) en moldear nuestra cultura e instituciones. Se ve su influencia en aspectos como nuestro alfabeto, lenguaje, religión, sistema legal y bases intelectuales. Son el origen de la mayor parte de nuestra cultura hispánica y de la cultura occidental en general. Lo más interesante es que el imperio desapareció hace más de 1,500 años, y estaba basado originalmente en una pequeña ciudad-estado italiana. ¿Cómo pudo servir para crear un espacio cultural tan grande, cuya vida persistió mucho más allá de lo que duró su fuerza?

La primera parte del secreto es la forma metódica y estable de expansión. Aunque iba acompañada de la fuerza o la amenaza de la misma, la expansión iba precedida de la alianza. En su etapa inicial, Roma se expandía a través de tratados de amistad y alianza exclusivos con otras ciudades que conservaban su autonomía pero que no podían aliarse con nadie más, y aportaban únicamente fuerza militar a la alianza. Esta forma moderada de integración, que no subyugaba a los demás ni les imponía una élite foránea, permitía que la metrópolis no quitara la vitalidad a las ciudades sometidas. Ya para el siglo III a. C. se usó a prueba este esquema durante las guerras púnicas, que trajeron la guerra a Italia. Aníbal, brillante líder militar de los cartagineses, no pudo subvertir la lealtad que había sido construida, ni aun cuando la fortuna de las armas le acompañaba.

Cuando el estado se fue expandiendo a otras tierras estableciendo provincias, el modelo seguía siendo bastante descentralizado. Una vez que un territorio aceptaba la soberanía romana se le permitía conservar sus propias leyes y costumbres. Los gobernadores romanos se limitaban a supervisar que hubiese paz interior, servir para dirimir disputas, y asegurar que los impuestos requeridos para sostener la defensa común fluyeran. Como explica las artes de los romanos Virgilio en la Eneida: “pacisque imponere morem, parcere subiectis et debellare superbos” (imponer la paz, proteger a los pueblos, someter a los altivos).

Casi de inmediato entraba en operación el segundo mecanismo de integración. Este era de tipo cultural y educativo. A través de establecer colonias, invitar a las élites locales y el crecimiento del comercio, se iban expandiendo las costumbres y cultura romanas. Esta cultura no era específicamente de la ciudad de Roma, sino que iba cada vez más abarcando otras fuentes. Los casos más impresionantes son los de la cultura griega clásica y el cristianismo, que se volvieron parte integral de la identidad del imperio no siendo nativas de la metrópolis. 

El último mecanismo de integración era de tipo cívico. El sistema de gobierno de la república romana, con algunos elementos democráticos originales, no era apto para el gobierno de un estado tan grande por no tener una estructura representativa territorial. Al extinguirse la república, los derechos electorales se volvieron obsoletos, pero los derechos civiles y de acceder a cargos públicos permanecieron. La ciudadanía romana, desde un inicio, permitía formas de acceder a ella más allá de la herencia. Por tanto, fue fácil a lo largo del tiempo ir extendiéndola de forma gradual a más regiones y personas. Para el año 211 d. C., se culminó el proceso al dar ciudadanía a todos los residentes libres del imperio. Y esta iba acompañada de oportunidades de participar en el estado a todos los niveles; hubo emperadores originarios de muchas de las regiones.

Roma cayó y hubo un decaimiento considerable en la civilización. Sin embargo, la identidad persistió y las nuevas sociedades que se iban formando lo hacían con conciencia de la base del imperio perdido, del cual eran herederos. El Venerable Beda, un monje británico en el siglo VIII escribió: “Mientras permanezca el Coliseo, Roma permanecerá. Al caer el Coliseo, caerá Roma y el mundo”. Filoféi de Pskov, en el siglo XV, reclamaba para su patria rusa la misma herencia: “Dos Romas han caído, pero la tercera permanece y no habrá una cuarta”. Tanto los líderes de la Revolución Francesa (la “República” francesa), como el Zar (“César”) de Rusia o Káiser (“César”) de Alemania, se consideraban sucesores de esta tradición.

Nuestra América es heredera también de esta tradición. Sin embargo, hay que lamentar, como escribía Michel de Montaigne en 1593: “¡Lástima grande que no cayera bajo César, o bajo los antiguos griegos y romanos una tan noble conquista, y una tan grande mutación y alteración de imperios y pueblos en manos que hubieran dulcemente pulimentado y desmalezado lo que en ellos había de salvaje, confortando y removiendo la buena semilla que la naturaleza había producido; mezclando, no solo al cultivo de sus tierras y ornamento de sus ciudades, las artes de por acá, en cuanto estas hubieran sido necesarias, sino también inculcando las virtudes griegas y romanas a los naturales del país. ¡Qué reparación hubiera sido esta… si los primeros ejemplos y conducta nuestra que por allá se mostraron hubiesen llamado a estos pueblos a la admiración o imitación de la virtud, preparando entre ellos y nosotros una sociedad e inteligencia fraternales!”.

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