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Kempes, su bigote y el primer mundial de Argentina

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Madrid – El 25 de junio de 1978 Mario Alberto Kempes se levantó con el peso de un país sobre la espalda.

No cualquier país. La Argentina de Videla, pero también la Argentina que intentaba lavar su imagen internacional con la organización de un Mundial de fútbol y que había colocado a su selección en la final. Ante Holanda, el equipo que había estado a punto de no acudir a la cita como protesta contra la dictadura implantada en el país suramericano.

Tras afeitarse -detalle no menor-, ‘el Matador’ encaró el día sin adivinar que sería el mejor de su carrera futbolística, un día pluscuamperfecto: Argentina ganó su primer Mundial y dos de sus tres goles en la final llevaron la rúbrica de Kempes, que fue Bota de Oro del campeonato.

Nada sorprendente si se tiene en cuenta que el cordobés ya había sido dos veces máximo goleador de la liga argentina, con Rosario Central, y dos de la española, con el Valencia, donde llevaba un par de las siete temporadas en las que dejó una huella única en la historia del club. Cuando fue convocado al Mundial, Kempes era el único argentino que jugaba fuera de su país.

Pero no había tenido un comienzo de Mundial especialmente brillante de cara al gol.

Al llegar desde Valencia a la concentración de la albiceleste, Kempes había tomado una decisión de esas que parecen intrascendentes: dejarse bigote. «Me daba fiaca (pereza)», declaró sobre la rutina del afeitado. Así que cuando comenzó el Mundial lucía un buen mostacho que casi le llegaba a la mandíbula.

El ‘Guaso’ no marcó ante Hungría, Francia e Italia, los rivales de Argentina en la fase inicial. Fue entonces, en las horas previas al viaje de Buenos Aires a Rosario para jugar la siguiente ronda, cuando el seleccionador César Luis Menotti abordó a Kempes y le dijo: «Si en Valencia no jugaba con barba ni bigote, ¿por qué no se afeita de una vez en Rosario y se acuerda de hacer goles?».

El gran rematador aceptó el reto y se quitó el bigote para el siguiente encuentro, ante Polonia. Firmó dos tantos. Desde entonces, los días de partido Menotti le recordaba: «Hoy toca afeitarse, ¿no?».

No hubo goles en el Brasil-Argentina, pero hubo seis en el Argentina-Perú y dos de ellos los marcó Mario Alberto.

La final de aquel 25 de junio se decidió en la prórroga, tras el gol en el minuto 38 de un Kempes perfectamente afeitado y el empate en el 82 de Dick Nanninga.

Fue en el 105 cuando Kempes marcó «no el más lindo, pero sí el mas emocionante» tanto de su vida. Para describirlo, nadie mejor que su autor: «Tuve que gambetear a dos defensores y enfrentar la salida del arquero. Le pegué a la pelota y le dio arriba, en las costillas, por lo que el balón se elevó. Me pasé de largo, tuve que regresar y se venían dos holandeses, por lo que alcancé a tocar el balón con la suela antes de que llegasen y se metió muy despacito».

Esos dos defensores a los que bailó Kempes eran Jan Poortvliet y Wim Suurbier. Intentaron cazarle después, pero solo acertaron a revolcarse por el suelo mientras la pelota avanzaba, despacito, sí, pero irremediablemente, camino de la red.

El arquero que, entregado a la evidencia, caminó también despacio hacia la portería mientras veía entrar el balón era Jan Jongbloed, sobre el que se cargaron injustamente las culpas de la derrota en aquella final. El tipo, pionero entre los guardametas con un juego de pies sobresaliente, tuvo años después una vida desgraciada: en 1984 vio morir a su hijo de 21 años, también futbolista, partido por un rayo durante un partido. Dos años después sufrió un infarto, también en el terreno de juego, que le obligó a afrontar una retirada a la que se resistía a sus 45 años.

Kempes celebró el gol como lo hacía siempre, en éxtasis, con los brazos abiertos y agitando su melena a la carrera. René Houseman lo festejó incluso antes, también brazos en alto, mientras Daniel Bertoni llegaba como una bala por si era preciso dar al balón un último empujón, que resultó innecesario. Un fotógrafo a pie de campo levantó la vista del objetivo para disfrutar del instante sin filtros.

Fue Bertoni, jugador del Independiente que después del Mundial se convirtió en el fichaje mas caro de la historia del Sevilla, quien diez minutos después, tras otra jugada imposible de Kempes, sentenció la final con el 3-1 definitivo.

Argentina supo, por fin, lo que era ganar una Copa del Mundo de fútbol. Era su segunda final, después de aquella lejana de 1930 perdida ante Uruguay. En uno de los momentos más trágicos de su historia, el país celebró la mayor fiesta. Los papelitos que sembraron el césped de los estadios, también en la final, estaban desaconsejados desde el oficialismo porque había que demostrar que los argentinos sabían comportarse. Pero su lanzamiento masivo se convirtió en un símbolo de resistencia: los que iban a la cancha podían estar de fiesta, pero no se olvidaban de lo que ocurría fuera.

«No teníamos ni idea de la gravedad de lo que estaba pasando», dijo tiempo después Kempes, que hoy tiene 65 años y es comentarista de televisión. «Si hubiera sabido lo que ocurría en el 78, habría renunciado a la selección», afirmó Houseman, fallecido en 2018.

Cuarenta y dos años después, un Kempes sin melena y sin bigote, pero con redes sociales, ha colgado un mensaje de recuerdo de aquel título mundial: «Fue inolvidable. Nosotros hicimos lo que teníamos que hacer: salir campeones y poner a la Argentina en el lugar que se merecía».

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