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Ídolos con pies de barro

Pedro Gómez Nieto

En esta era tecnológica marcada por el desarrollo exponencial de las comunicaciones, la humanidad avanza hacia un nuevo modelo de relaciones donde la escala de valores tradicionales se ha relativizado hasta quedar obsoleta. Enfocados en mejorar la calidad de vida como apuesta segura hacia la felicidad, el bienestar se busca sin importar procedimientos y consecuencias; como ejemplo el «cambio climático», un eufemismo para no utilizar «calentamiento global» porque suena peor. Sustituimos causa por efecto para tranquilizar conciencias. Hemos olvidado el primer axioma que rige la vida: la «Ley de la Impermanencia», la transitoriedad del universo material. “Todo pasa, nada permanece, el cambio acontece”, decía Heráclito hace 25 siglos.

Nos autoengañamos creyendo tener el control sobre nuestras vidas, pero desde que nacemos nos acompaña la muerte. El derecho a la libertad que el hombre enarbola cual seña de identidad superior, esconde el pecado de soberbia que arrastramos desde Adán y Eva. Pecado y muerte lastran la vida que nos fue regalada por amor, concepto rechazado por los soberbios porque implica reconocimiento y sumisión. La humanidad soporta manadas de depredadores que en lugar de mejorar el planeta utilizan la Naturaleza como su retrete, y la población como territorio de caza.

Esa libertad es ficticia porque esclaviza en lugar de liberarnos. El pueblo de Israel, acampado al pie del monte Sinaí, no quiso someterse a la Tablas de la Ley, normativa de comportamiento que Dios entregó a Moises. Apelando a su libertad adoraron un ídolo en forma becerro hecho de oro, exponiendo el pecado de soberbia primigenio. Ese ídolo tiene diferentes nombres: poder, dinero, placer, fama, belleza, reconocimiento… dioses sobre los que la humanidad pretende construirse una vida de comodidades y felicidad, una quimera sin paz interior, sin armonía espiritual. Parafraseando al Papa Francisco, en un cortejo fúnebre, detrás del vehículo con el féretro del muerto, nunca veremos que circule el camión de la mudanza con sus pertenencias. El juicio de Dios nos aguarda.

La muerte de Maradona muestra esa idolatría que contamina la humanidad, la perversión de los valores que premia el tener en lugar del ser. Mundialmente la noticia abrió los informativos, sacudió las redes fecales, monopolizó foros de opinión… evidencia de que para millones de personas “El Pelusa” tenía algo más que una excepcional habilidad, era un ídolo. La idolatría es sinónimo de adoración, veneración, exaltación, admiración desmesurada hacia una persona, incluso una cosa. Transgrediendo sus limitaciones cometió errores que le pasaron factura, afectando también a su entorno, pero mantuvo su halo de deidad futbolera para los incondicionales. Sus habilidades ningunearon sus debilidades. ¿Por qué?

La respuesta pudiera encontrarse en una frase del humorista argentino Roberto Fontanarrosa (1944-2007): “Nunca me importó qué hiciste con tu vida, gracias por lo que hiciste con la mía”.Confesión cuyo epilogo lo puso un hincha que acudió a la Casa Rosada para darle al cadáver su último adiós, quien entre lágrimas dijo: “Maradona hizo feliz al pueblo con solo verlo jugar al futbol, cosa que no ha conseguido hasta ahora ningún político”. Ambos se refierenaemociones y sentimientos, donde busca la felicidad un pueblo machacado por una clase política que le ha fallado sistemáticamente. Aldabonazo para cualquier político con amor propio. En sociedad, para bien y para mal, lo que hacemos con nuestra vida siempre afecta a terceros. A quienes esgrimiendo su libertad tal responsabilidad los trae al pairo, pecan de soberbia, siendo capaces de ignorar, incluso justificar, el comportamiento de depredadores dotados de habilidades especiales: Hitler, Stalin, Mao, Castro, Chavez… La historia lo certificada.

En Honduras pocos líderes ostentan valores a emular, y menos entre los políticos de la oposición fracasada, caudillos de papel cuché manipuladores de ignorantes. Manuel Zelaya considera al Partido Libre de su propiedad, su empresa familiar, pero califica al gobierno de “dictadura”. Luis Zelaya presume de dignidad e integridad, pero presentó una denuncia judicial contra su madre para controlarle sus bienes, que le dejó en herencia su difunto marido. El “honesto”, además, fue denunciado por la venta fraudulenta de terrenos. El presentador Nasralla, mentiroso patológico, desubicado mentalmente, presume de demócrata igual que Luis Zelaya, pero ambos llevan toda la legislatura promoviendo un golpe de Estado. ¿Estos son los ídolos del pueblo? Parafraseando a Fontanarrosa: “No importa lo que hagan con sus vidas, importa que nos quieran engañar para agarrar el poder manipulando las nuestras”. Ídolos de barro.

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