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Honduras: La ley electoral en suspenso

Por : Alma Adler

Hablar de aires de autogolpe no significa anunciar una ruptura abierta del orden constitucional. Hoy las quiebras democráticas rara vez ocurren de ese modo. Ocurren cuando la ley sigue ahí, pero deja de operar, cuando permanece escrita mientras su ejecución se posterga porque dejó de ser conveniente para quien ejerce el poder.

Ese es el punto delicado del momento hondureño. No está en discusión el conteo de votos ni el escrutinio general. Lo que está en juego es algo más elemental y, por eso mismo, más grave: si se va a cumplir o no una obligación clara de la Ley Electoral, en un contexto de resultado estrecho y tensión política evidente.

La Ley Electoral no deja espacio para interpretaciones creativas. En sus artículos 284 y 285, establece que el Consejo Nacional Electoral debe hacer la declaratoria del resultado presidencial una vez concluido el escrutinio general. No exige sesión plenaria, ni votación, ni deliberación, ni resolución colegiada. No añade condiciones. El mandato es directo: hacer la declaratoria.

Ese lenguaje no es casual. La declaratoria no decide quién ganó, solo da publicidad oficial a lo que ya fue decidido en las urnas. El momento de decidir terminó con el escrutinio. Todo lo que viene después es formalización obligatoria, no un espacio para renegociar lo que la ley da por cerrado.

Cuando se intenta presentar ese acto como algo debatible, complejo o sujeto a acuerdos, no estamos ante un problema legal, sino ante una forma de dilación. Se gana tiempo, se siembra confusión y se desplaza la presión del terreno jurídico al político. La ley no se desconoce de frente; se deja en espera.

A este cuadro se suma un hecho objetivo que no puede pasarse por alto: el proceso de transmisión y consolidación de resultados (TREP) ha presentado fallas técnicas y retrasos significativos, prolongando por más de quince días la ausencia de resultados definitivos. Se trata de un dato verificable.

El efecto de esa demora no es neutro. Todo proceso electoral que se prolonga sin cierre claro genera un vacío institucional. La incertidumbre erosiona la confianza ciudadana y abre espacio a presiones y maniobras de retaguardia.

Cuando una falla operativa coincide con la postergación de un acto legal obligatorio, como la declaratoria presidencial, el problema deja de ser técnico y pasa a ser institucional. La ley queda en pausa y el margen de maniobra política se ensancha.

Este modo de proceder responde a un guion ya ensayado bajo el paraguas del Socialismo del Siglo XXI. En Bolivia, la prolongación de la incertidumbre electoral desplazó el conflicto del voto al terreno institucional. En Venezuela, la reiterada postergación de actos reglados vació decisiones populares sin anularlas formalmente. En Nicaragua, la captura de los órganos de control cerró el proceso antes de que la disputa se expresara. En cada caso, el método fue similar: no romper la ley, sino administrarla.

Nada de esto requiere discursos dramáticos. Basta con no ejecutar lo que es obligatorio.

Por eso el problema ya no es partidario. Es institucional. La pregunta no es quién ganó, sino si la ley se cumple cuando deja de ser cómoda para el poder de turno.

Cuando una ley clara no se cumple y no ocurre nada, el mensaje es simple y peligroso: se puede incumplir. El poder aprende rápido. Y cuando ese aprendizaje se consolida, la ley deja de proteger al ciudadano y empieza a servir al poder. Llegados a este punto, la responsabilidad ya no puede desplazarse únicamente hacia las instituciones. Recae también —y de manera ineludible— en la ciudadanía. El cansancio es real, la fatiga democrática es comprensible; pero ninguna de las dos suspende el deber de juicio ni autoriza la retirada del espacio público. Exigir el cumplimiento estricto de la Ley Electoral no es un gesto heroico ni una consigna política: es la forma mínima de preservar lo común cuando el poder intenta diluirlo en la espera. La ley solo mantiene su autoridad mientras existan ciudadanos dispuestos a recordarla, incluso cuando hacerlo exige perseverar sin entusiasmo. Cuando el cansancio sustituye al juicio y la resignación reemplaza a la exigencia, la legalidad no es derrotada: simplemente deja de existir como límite. Y ahí comienza, silenciosamente, la verdadera ruptura democrática.

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