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Esos virus que andan por ahí

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Por: Miguel A. Cálix Martínez

Han transcurrido un poco más de cuatro semanas desde que algunos -comenzando por el gobierno- se empezaron a tomar en serio lo de ese nuevo virus que podía matar gente.

Aunque las noticias anunciaban sus estragos en la vieja China desde diciembre de 2019, muchos celebramos fin de año con una candidez y ruido imperdonables, brindando hasta la embriaguez, quemando pólvora y dinero, repartiendo buenos deseos mientras se discutía insulsamente en redes sociales si empezaba o no una nueva década con el 2020. Así de banales empezábamos enero.

Enganchados al Twitter desde hace una década, notamos entonces que -a diferencia de la gripe A (H1N1)- esta vez no habían “uves” de victoria desde el lejano oriente y el nombre Wuhan se volvía “tendencia”. Distraídos por la última oleada de incendios en Australia y las escaramuzas verbales del belicoso presidente norteamericano contra los odiados persas nos percatábamos poco de la desesperación y gran calamidad que reportaba la agencia china de noticias Xinhua.

A inicios de febrero no se percibía preocupación ni alarma en estaciones ferroviarias, aeropuertos, plazas ni calles europeas. Sin embargo, los periódicos internacionales daban cuenta de los primeros casos de rechazo y expresiones fuera de tono en algunos lugares públicos en contra de personas con fisonomía oriental. El prejuicio xenófobo y la discriminación hacia “los chinos” se reciclaba una vez más hasta hacerse viral.

El sentido común indicaba entonces que era momento de prestar atención a “lo que pasaba en Asia”. Otros países hablaban ya de contagio y de estrategias de contención de una epidemia de gripe. Medidas como lavarse bien las manos, evitar el estrechón de manos y los besos, practicando el “distanciamiento social”, comenzaron a circular de un día para otro, junto con mucha desinformación en forma de remedios, oraciones y rumores. Era mediados de febrero, apenas días después de las celebraciones del nuevo año chino. No se sabía mucho de la sintomatología y se le llamaba “un tipo de coronavirus”. En la radio y tele se comenzaba a hablar del aumento de contagios y los riesgos letales inherentes…allá en Asia. Asia queda muy lejos físicamente y en el imaginario colectivo, pero como consecuencia de la globalización el SARS-CoV2 arribaría pronto, con tiquete de avión y pasaporte. Era cuestión de días u horas.

Acostumbrados a vernos el ombligo y con nuestro “caudillejos” ocupados en los entretelones de sus propios intereses y la polarización que tantos réditos políticos les ha brindado, no hubo quién advirtiera a tiempo y en voz alta de la necesidad de prepararse para la crisis sanitaria que estaba por venir. Quizás se haya olvidado ya, pero el revuelo de la llegada de un supuesto caso a Tegucigalpa exhibió lo mal preparados que estábamos, autoridades, medios de comunicación, especialistas y sociedad. Aunque se nos quiera convencer de lo contrario, ningún dirigente gremial médico alertó de los riesgos epidemiológicos ni sugirió medidas de emergencia, tampoco hubo oportuna estrategia oficial o en la sombra que advirtiera la necesidad de anticiparse y nombrar expertos, deponer diferencias, dialogar y sumar esfuerzos para hacer frente a la crisis común que estaba a pocas vueltas del reloj. Embobados en su pequeñez, nuestros principales dirigentes políticos y sociales se sentaron a esperar los traspiés de las autoridades, los cuales llegaron pronto como suele ocurrir cuando solo se escucha las voces monocromas de la propia conciencia (cualesquiera sean) y no se hace caso de consejos, por costumbre o capricho.

Con severo estado de excepción encima, una minoría pudiente de la población del país se aprovisionó y encerró en casa; el resto, esa mayoría desprotegida de siempre, salió a sortearse la vida (¿hay otra forma acaso?) desafiando restricciones y supersticiones. Como ya es habitual, en la realidad paralela de las redes sociales -moderna vitrina de la insolencia- la competencia de medias verdades ardió al rojo vivo. Ahí las versiones oficiales son incapaces de convencer o condoler a quienes no le sean fieles (individuos o multibots) y su némesis, esa antagonista legión de voces enmascaradas en el anonimato, continúan el entretenido pugilato ciego que iniciaron en 2009 y que prosiguieron en sucesivos rounds (en 2013, 2015, 2017 y desde entonces cada año), intercambiando jabs, ganchos y golpes bajos, sin que ninguno caiga a la lona. La resultante desconfianza mutua es tan profunda y tenaz que socava cualquier reacción conjunta, ágil y coordinada, para hacer frente al mayor desafío de salud pública desde la pandemia lenta y mortal del VIH-SIDA. 

Un mes después, no hemos experimentado la peor virulencia del Covid-19 en nuestro territorio, en ninguna de sus ciudades y regiones, pero si hemos sufrido la malignidad de la polarización cansina y el vicio de esa desconfianza podrida que agobia a la esperanza. De todo se duda y sospecha (estadísticas, comunicados, acciones, compras, insumos, de la veeduría)-y con razón-, se exige mucho del otro y se critica hasta lo nimio, sin dar o pedir nada a cambio, excepto ayuda condicionada. Pero no todo es malo. Hay esfuerzos ciudadanos locales que, sin mucho ruido, tejen redes de apoyo y aportan soluciones. Nuevos liderazgos de verdad, de carne y hueso, que suplen los autoproclamados en la virtualidad y comodidad del teclado digital. Rostros y cuerpos sudados de miles de individuos que conforman el personal de salud, de orden y seguridad, de emergencias, limpieza y mantenimiento, comercial, periodístico y bancario, de suministros y logística, quienes con su afán, solidaridad, honestidad y sacrificio hacen frente a todos esos otros insoportables virus que andan por ahí y que son más dañinos que el SARS-CoV2. La buena noticia es que todos esos virus se acabarán, más tarde o más temprano, por inmunidad de la manada, por falta de propagación o por vacuna. Todos se acabarán. Todos. 

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