En nuestro país las empresas de servicios públicos, notablemente la ENEE, el SANAA y Hondutel, han tradicionalmente sido motivo de controversia porque los servicios que prestan han sido de muy mala calidad.
Si se ve el panorama mundial, notaremos que este tipo de empresa ha oscilado entre el Estado y el Mercado, es decir, en algunos casos son propiedad estatal, mientras que en otros son propiedad privada. Es más, en muchos países han pasado del uno al otro, es decir, han sido propiedad estatal para luego ser privatizadas, y en algunos casos han vuelto a ser estatizadas después de haber sido privatizadas. En nuestro caso, al inicio del siglo XX las empresas de servicios públicos eran predominantemente privadas, pero fueron luego estatizadas. Después de haber estado en el ámbito estatal durante los últimos setenta años, es prudente analizar su desempeño para ratificar, o modificar, la propiedad estatal. Veamos la situación para que los lectores lleguen a su propia conclusión.
Comencemos con acordar que las empresas de servicios públicos son un medio para un fin. Bien entendidas, son un medio para proveer un fin, la prestación de un servicio eficiente, sostenible y económico. Cuando las empresas son de propiedad privada responden a los incentivos que privan en el sector privado, es decir, producir un retorno sobre el capital invertido mediante el manejo eficiente de la empresa. Cuando son de propiedad pública responden a los incentivos que usualmente privan en el sector público, es decir, la contratación de personal supernumerario (típicamente activistas políticos), los favores a los amigos políticos (usualmente el otorgamiento de contratos en un marco de opacidad), la renuencia a descontinuar el servicio a quienes no pagan (políticamente es inconveniente cortar la prestación del servicio a correligionarios o a grupos con peso político), y la celebración de generosos contratos colectivos de trabajo (porque los sindicatos tienen peso político).
Debo reconocer que hay países, Chile y Costa Rica entre ellos, donde las empresas públicas de propiedad estatal se comportan como si fueran de propiedad privada, pero ambos países demuestran que eso solo es posible cuando se cuenta con un alto nivel de madurez política. En estos casos, los políticos se abstienen de intervenir en el manejo de las empresas. Nosotros carecemos de tal madurez y a lo largo de los últimos setenta años nuestros políticos han fehacientemente demostrado que se sienten con pleno derecho de meter sus manos en las empresas de servicios públicos estatales. La experiencia demuestra contundentemente que la única forma de mantener a los políticos a raya es transferir la propiedad al sector privado. El único muro infranqueable a la politiquería es la propiedad privada.
Quienes insisten en la permanencia de las empresas de servicios públicos en el ámbito estatal sostienen que solo se requiere que se les permita a dichas empresas manejarse sin interferencia política. Olvidan que las empresas han estado en el ámbito estatal durante los últimos setenta años y que lo que ellos proponen no ocurrió, excepto por contados y efímeros episodios. Si eso no ha funcionado en el pasado, ¿qué les hace pensar que funcionará en el futuro? Recuérdese que no se trata de neutralizar a los políticos durante los cuatro años que dura un gobierno, sino que de garantizar que de ahora en adelante no habrá politización en nuestras empresas. Conociendo a nuestra clase política, ¿piensa la estimada lectora que es realista pensar que podremos eliminar la politización en nuestras empresas de ahora en adelante? Me parece ingenuo pensar que eso sea posible.
Recordemos que, independientemente de su propiedad pública o privada, las empresas de servicios públicos deben generar ingresos que les permitan pagar sus gastos de operación y mantenimiento, para el servicio de la deuda (por los préstamos obtenidos para construir sus obras y comprar sus equipos), para cubrir la depreciación (y poder reemplazar sus obras y equipos cuando lleguen al final de su vida útil), y generar un rendimiento sobre sus activos. En una ocasión escuché a un diputado aseverar que las empresas de servicios públicos no deberían tener utilidades (es decir, no deberían tener un rendimiento sobre sus activos), lo cual demuestra que no entiende en absoluto el tema. Una empresa que no obtiene un rendimiento sobre sus activos, es decir, una empresa que no tiene utilidades, es una empresa que no cuenta con recursos para invertir y ampliar sus servicios, ya sea para atender a nuevos clientes o para satisfacer la creciente demanda de sus clientes. En otras palabras, es una empresa que no puede crecer, que quedará estancada. Es cierto que las nuevas obras y equipos pueden ser financiadas, parcialmente, con nuevos créditos, pero todo financista espera que el solicitante contribuya con parte del costo de la obra o equipo. Para poder contribuir con esto, es menester generar utilidades, es preciso producir un rendimiento sobre los activos en operación.
Por supuesto que el rendimiento sobre los activos puede ser más alto si la empresa es de propiedad privada. Después de todo, los inversionistas esperan un retorno sobre su inversión. No obstante, esto es compensado porque las empresas son más eficientes y porque los proyectos usualmente son menos costosos cuando los desarrolla el sector privado. Consecuentemente, es posible que las tarifas sean más bajas cuando las empresas son de propiedad privada que cuando son de propiedad estatal.
No olvidemos que la eficiencia es producto de la competencia y que cuando las empresas son de propiedad estatal usualmente son monopolios promovidos y sancionados por el estado. Al no existir la competencia, los monopolios casi inevitablemente son ineficientes. Por el contrario, cuando las empresas son de propiedad privada normalmente están sometidas a la competencia. Es un absurdo privatizar concediendo un monopolio. Las empresas deben operar en un marco de abierta competencia. Acepto que se dan algunos casos, como el del agua y la transmisión eléctrica, por ejemplo, donde pareciera que estamos frente a un monopolio natural. En estos casos, se requiere de un marco legal y de un ente regulador para fijar las tarifas y velar por la protección de los consumidores. No obstante, es prudente recordar que la regulación es un sustituto imperfecto de la competencia, y que solamente debemos recurrir a ella cuando hayamos agotado todos los medios para introducir y fortalecer la competencia.
Para concluir, ruego a mis lectores que analicen la situación de los tres sectores, electricidad, agua y telecomunicaciones, y que ponderen el grado de participación privada en cada uno de ellos y lo correlacionen con la calidad, la continuidad y el precio que se paga en cada caso. Me atrevo a pensar que concluirán que es en el sector telecomunicaciones, donde la participación privada es más alta, y donde contamos con el mejor servicio al mejor precio. Si bien es cierto que en ese sector es más fácil introducir la competencia, también es cierto que el contraste con los otros sectores debería llamarnos a la reflexión.