Por: Víctor Meza
Tegucigalpa.– Con frecuencia me pregunto si existe en realidad un “sistema” penitenciario en Honduras. El interrogante es válido, a juzgar por las características y el funcionamiento de las llamadas “cárceles” o “centros de reclusión” existentes en el país. Si asumimos que un sistema supone un cierto orden interno, coherencia entre sus componentes y complementariedad institucional, la respuesta sería negativa: no existe un sistema carcelario en nuestro país. Lo que hay, a lo sumo, es un conjunto de centros de detención, la mayoría de los cuales no reúne las condiciones materiales ni los ingredientes funcionales para ser considerados como tales.
Ese conjunto de instalaciones, tan incoherente como disperso, está en profunda crisis. La anunciada “bomba de tiempo” de las cárceles locales ha estallado, y su onda expansiva afecta al resto de la institucionalidad estatal y a las relaciones humanas en la sociedad. Hace ya muchos años, en un Consejo de Ministros, un avezado funcionario tuvo la lucidez y honradez suficientes para advertir al gobierno de entonces que el llamado “sistema” penitenciario hondureño se había convertido en una peligrosa y alarmante “bomba de tiempo”. No le hicieron caso, como suele suceder en estos casos.
La crisis ha venido acumulándose desde hace décadas. No es uno, son varios los gobiernos responsables por la desidia, la indiferencia criminal y el olvido irresponsable en que han dejado este grave asunto. En el año 2013, la Comisión de Reforma de la Seguridad Pública (CRSP) planteó la necesidad de enviar al extranjero a una veintena o más de custodios penitenciarios para que recibieran la capacitación básica indispensable para un mejor manejo de las prisiones locales. Nadie hizo caso de la oportuna recomendación. Pocos meses después, el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) contrató los servicios de un consultor internacional, el dominicano Roberto Santana, para hacer una evaluación del “sistema” y plantear las recomendaciones correspondientes. Santana, un profesional de mucho prestigio y autor, junto a otros, de la reforma carcelaria en su país, una de las que son consideradas ejemplares en América Latina, realizó un excelente trabajo y dejó un valioso informe en manos de las autoridades nacionales. Tampoco le hicieron caso. Hoy, una vez que la bomba ha estallado, debemos afrontar las consecuencias.
El mal llamado “sistema” penitenciario adolece de muchas fallas y enfrenta enormes desafíos. En primer lugar, adolece de sobrepoblación; hay más reclusos de los que pueden soportar los centros de reclusión. En segundo lugar, contiene una gran mora judicial que mantiene a la mayoría de los prisioneros en situación de incertidumbre y vacío legal; al menos el 60 % de los más de veinte mil privados de libertad, no han sido sentenciados como exige el debido proceso. En tercer lugar, no existe un adecuado manejo del llamado “ocio penitenciario”, condición clave para cualquier programa de rehabilitación de los reclusos, y, por último aunque no menos importante, todo el “sistema” está viciado por la corrupción, lo que lo vuelve incapaz de garantizar la seguridad personal de los reos y el normal funcionamiento de las cárceles.
Si a estas cuatro características sumamos la presencia avasallante del crimen organizado en el “sistema” carcelario del país, tendremos entonces la combinación perfecta de una situación explosiva. En un ambiente tal, los ajustes de cuentas y las prácticas del sicariato al interior de los centros penales, no deberían resultar extraños, aunque no por eso son menos espeluznantes y brutales. El asesinato de importantes testigos o de simples agentes menores del crimen organizado, revela una trama siniestra muy parecida a las que suelen montar las bandas mafiosas y los carteles y clanes familiares del narcotráfico. El estallido de la bomba de tiempo, bien podría estar activando los dispositivos de otras bombas, si no se toman a tiempo las medidas hace mucho recomendadas.