El reino del espanto y sus nuevos monarcas

Dagoberto Rodriguez

El Reino del Espanto es una novela del aclamado escritor, ensayista y periodista peruano Álvaro Vargas Llosa que relata la trama de corrupción, opresión, abuso y narcotráfico en un país ficticio (símil del Perú de Alberto Fujimori de la década de los noventa) en donde el poder se concentró en un caudillo y sus adláteres y en donde las instituciones del Estado fueron controladas y utilizadas para mantener subyugada y atemorizada a la población.

Desde nuestra perspectiva, la narrativa de esta novela puede ser vista como una metáfora o analogía de situaciones políticas reales muy similares a las que ocurrieron en Honduras durante los últimos años del Gobierno de Juan Orlando Hernández entre 2014 y 2022.

Durante el primero y segundo cuatrienio que Juan Orlando Hernández ostentó el poder, el último de ellos mediante una controvertida e ilegal interpretación constitucional de la reelección presidencial por parte de la Sala Constitucional de la Corte Suprema de Justicia, se documentaron múltiples y escandalosos casos de corrupción, abusos desmedidos de poder y reiteradas violaciones a los derechos humanos.

En esos años aciagos, especialmente en la mitad del mandato del ahora acusado por narcotráfico y cuya condena está por definirse en las próximas semanas en la Corte del Distrito Sur de Nueva York, la sociedad hondureña soportó una serie de arbitrariedades y violaciones reiteradas a la ley, incluyendo la descarada impunidad de muchos funcionarios corruptos y la represión de la disidencia política.

Todo esto creó un ambiente de miedo, desconfianza e indefensión entre los hondureños en vista que el sistema de justicia (Corte, Fiscalía, órganos contralores del Estado, FFAA y secretaría de Seguridad) estuvo prácticamente cooptado al servicio absoluto del gobernante y sus cercanos colaboradores, lo que generó un régimen de abuso, blindaje impúdico, impunidad e indefensión, especialmente para aquellos que osaban desafiar al autócrata.

En ese control omnímodo del poder cayeron militares, policías, fiscales, religiosos, políticos, empresarios y líderes de la sociedad civil que avalaron muchos de los abusos y callaron las arbitrariedades del gobernante de turno, unos por miedo, otros por intereses particulares y muchos por negocios o por temor a perder los privilegios y las canonjías que otorga el poder.

Entre la novela de Vargas Llosa y lo acontecido en Honduras en ese oscuro periodo existen muchas similitudes. En ambos casos se deshilvana una narrativa oscura que puso de manifiesto las injusticias, las sistemáticas violaciones al estado de derecho, el debilitamiento de la institucionalidad, la corrupción, los vínculos con el narcotráfico y los abusos en el ejercicio del poder.

Eran los tiempos dorados, en donde el entonces presidente gozaba de un poder omnímodo que lo llevaba a cumplir cualquier capricho por encima de la ley, como, por ejemplo, comprarse un jet para sus viajes oficiales y privados, sin que nadie se atreviera a enfrentarlo o desafiarlo. El miedo primaba en el reino del espanto, al igual que en el país ficticio dibujado por la narrativa de Vargas Llosa.

Pero como no todo es eterno y las dictaduras más oprobiosas alimentan desde su interior el germen de su propia autodestrucción, el régimen Juan Orlandista tocó fondo y llegó a su fin, acosado por las graves denuncias de corrupción durante la pandemia y las investigaciones de la justicia estadounidense que implicaba al primer mandatario en una odiosa conspiración para traficar e importar drogas hacia Estados Unidos, que lo llevó a pactar con los principales cabecillas del narcotráfico locales y mexicanos, poniendo las estructuras del Estado a su servicio para proteger las rutas del ilícito negocio, según los documentos públicos de la Fiscalía del Distrito Sur de Nueva York.

Después de las elecciones de noviembre de 2021 y con el advenimiento de un nuevo Gobierno progresista renacieron las esperanzas de la gran mayoría de los hondureños que esperaban pasar esa página oscura de su historia y dejar en el olvido esa etapa vergonzosa y azarosa de la vida política de Honduras. Aunque esa será una mancha indeleble en la triste historia del país que no será fácil olvidar.

Los hondureños confiaron en que el nuevo Gobierno abría un nuevo capítulo de respeto a la ley, observancia estricta de la Constitución de la República, apuntalamiento al estado de derecho, respeto a los derechos humanos y los valores democráticos que tanto habían sido vulnerados en el Gobierno de JOH y que el liderazgo político del Partido Libertad y Refundación (Libre), había denunciado y condenado estando en la oposición. Cuán lejos de la realidad estábamos.

En menos de dos años, esa aspiración se desmoronó estrepitosamente evidenciando un Gobierno autocrático, violador de la ley y fuertemente cuestionado cuando sus principales dirigentes han sido incluidos en la bochornosa lista Engel de la corrupción y otros figuran como receptores del sucio dinero del narcotráfico.

Este Gobierno no ha sido nada diferente al anterior, marcado por un mando vertical que emana desde casa de Gobierno desde la figura todopoderosa del asesor presidencial Manuel Zelaya, por quien todo pasa en la administración pública y sin cuya aprobación no se hace nada en ninguna oficina estatal. El verdadero poder detrás del trono.

Las recientes revelaciones y salpicaduras derivadas del juicio contra Juan Orlando Hernández en la Corte de Nueva York han confirmado rumores que ya eran de dominio público como el hecho que Carlos Zelaya, diputado y actual secretario del Congreso Nacional supuestamente utilizó la pista del Aguacate en Olancho para el aterrizaje de narcoavionetas y el tráfico de drogas y que su hermano, el expresidente Manuel Zelaya Rosales, recibió sistemáticamente dinero proveniente del narco para su campaña política.

Por supuesto, ambos han desmentido tales señalamientos como en el cercano pasado lo hizo Juan Orlando Hernández y su hermano Tony Hernández, el primero en proceso de juicio y el segundo condenado a cadena perpetua en una diminuta celda en la inexpugnable cárcel de Victorville en el desierto de Mojave, California.

El Reino del Espanto no terminó, solo pasó de manos y entronó a sus nuevos monarcas. El reciente golpe técnico a la Corte Suprema de Justicia alentado desde Palacio solamente es un acontecimiento más que viene a ratificar y poner en perspectiva las sistemáticas violaciones a la ley, la Constitución, el Estado de Derecho y la democracia hondureña, como ocurrió con la ilegal elección de la junta Directiva del Congreso Nacional, el Procurador General de la República, la ratificación del CAF y la elección antidemocrática de los fiscales interinos del Ministerio Público.

En este nuevo gobierno, Honduras pasa de una crisis a otra, alentada por los que dirigen los hilos del poder con fines eminentemente ideológicos y políticos, marginando y olvidándose de la agenda prioritaria del país como la atracción de inversiones, la generación de empleo, las mejoras en la seguridad ciudadana y jurídica, la reforma del Estado, el abastecimiento de los hospitales y la mejora de la educación y de la asistencia en salud, entre otros.

El panorama es sombrío, el desaliento y el desencanto de la población hondureña crece conforme pasa el tiempo, mientras el Gobierno no termina de arrancar y sigue priorizando su agenda política e ideológica a expensas del cumplimiento de la ley y de las necesidades más urgentes de los hondureños, mientras el país vuelve a sumirse en una atmosfera de incertidumbre, de temor y desesperanza, como cuando reinan los monarcas del espanto.

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