El Paso (EE.UU.).– Durante los días que lleva en la ciudad de El Paso, Texas, Jorge (nombre ficticio para proteger su identidad) pasa frío por las noches, pero no le ha faltado comida ni seguridad, dos de las cosas que más necesitó durante los meses de travesía hacia Estados Unidos.
«He comido más estos días que durante todo el camino. La gente acá de verdad que es muy solidaria y se sienten identificados con uno porque también son migrantes», dice a EFE este joven venezolano de 32 años, que atravesó la selva del Darién, entre Panamá y Colombia, además de toda Centroamérica y México.
El Paso, que como ciudad fronteriza ha servido históricamente como refugio para migrantes, se ha visto abrumada en las últimas semanas por un aumento en la llegada de personas. La Patrulla Fronteriza contabiliza un promedio de 1.500 arrestos al día y eso sin contar a los cientos que han entrado sin ser detectados por los agentes.
A pesar de que se mantiene en pie el Título 42, una normativa sanitaria que permite las devoluciones inmediatas en la frontera, hay quien se arriesga a cruzar de manera irregular. Y los ciudadanos de países exentos, como Cuba o Nicaragua, pueden entrar después de entregarse a la Patrulla.
Esta situación ha movilizado a los residentes de El Paso a acercarse con donaciones a las zonas donde se congregan los migrantes.
Durante todo el día y la tarde, se aparcan vehículos y sus conductores, habitualmente personas con ascendencia hispana, reparten bolsas de ropa, cajas de comida e incluso juguetes para los niños, en vísperas de Navidad.
Precisamente eso, la empatía con quienes experimentaron lo mismo que sus ancestros, fue lo que motivó a Pancho y Emilio, nativos de El Paso, a montar una parrilla en la parte de atrás de su «troca», como llaman ahí a las camionetas pickup, y plantarse durante horas a repartir perritos calientes frente a un albergue.
«Estamos bendecidos aquí con todo lo que tenemos y ahora nos toca dar algo para atrás y darle algo a la gente que no tiene», cuenta el estadounidense de origen mexicano a EFE mientras echa salsa de tomate sobre una salchicha.
Algunas de las personas que hacen cola frente a su vehículo llevan tres o cuatro sudaderas para protegerse del frío. «Pase aquí, patrón, para el niño», le grita un joven que entrega su «hot dog» a un pequeño de cuatro años con una chaqueta tan larga que le tapa los pies.
Detrás de ellos, una mujer de pelo rubio platino y chaqueta aterciopelada lee pasajes de una Biblia roída que tiene en sus manos. «El señor los ha traído aquí y los trajo a hacer mucho más. Están aquí con un propósito», dice en voz alta a un grupo de migrantes agrupados a su alrededor.
«Es lo mejor que nos han podido traer. No vienen a dar agua, pero traen la palabra de vida», comenta Yuribí Segura, originaria de Barquisimeto, al noroeste de Venezuela, que logró pasar a EE.UU. gracias a una excepción al Título 42, después de esperar tres meses en México.
OPINIONES ENCONTRADAS
La mayoría de paseños con los que habló EFE reconocen que la cantidad de personas que llegan es excepcional, pero se mantienen firmes en que se debe apoyarlas.
“La situación se ha salido un poquito de control, pero sabemos que la gente tiene necesidad también de progresar y por eso es que están pasando”, señala Genero Soto, residente desde hace cuatro años en la ciudad fronteriza.
Sin embargo, hay quienes consideran que el gobierno debería aplicar políticas de mano dura.
“Ya lo que deberían de hacer es parar todo, porque ya hasta los sacerdotes están cansados de todo esto. No pueden con la gente”, acota Marta Ramos, que vive a pocos metros del muro fronterizo.
Ramos, de 65 años y origen mexicano, se queja de que en su barrio ve día tras día a migrantes pasar corriendo después de haber atravesado la alta barrera de metal.
En las calles aledañas a su casa, el suelo está salpicado de restos de ropa, zapatos, mochilas y demás objetos abandonados en la carrera.
NEGOCIOS PARALELOS
Para otros tantos, su llegada ha significado una oportunidad de negocio. Cristian administra desde hace 12 años una de las múltiples compañías privadas de autobuses con rutas desde El Paso hacia grandes metrópolis como Denver, Los Ángeles o Las Vegas.
El edificio donde se compran los boletos de su empresa está abarrotado, se respira un aire denso y caliente y en el suelo hay paquetes de papitas vacíos y servilletas. Un billete para Denver, por ejemplo, cuesta 90 dólares para adultos y 70 para niños.
«Ha aumentado como un 20 % la compra», afirma Cristian a EFE.
Los conductores particulares también han notado el incremento en la demanda de transporte y se enfrentan al dilema de llevar a indocumentados sabiendo que es ilegal en Estados Unidos.
Alberto ha recogido en su Uber a personas que acababan de cruzar -por un hueco, una puerta abierta o incluso saltando – el muro fronterizo.
Ha escuchado en las noticias que, de ser detenido, podría meterse en problemas. «Es un trabajo para mí, llevarlos de punto A a punto B. ¿Acaso yo soy Inmigración para andar preguntando si tienen papeles?», recalca.
También hay quienes se lucran de la necesidad cobrando hasta 80 dólares por persona y trayecto, sin importar la distancia. Jorge sabe que es un abuso: «Se aprovechan, pero estamos acostumbrados. Es así en todos los países».
(ir)