El Instituto Nacional de Estadística (INE), publicó en días recientes, los resultados de la última Encuesta Permanente de Hogares, con datos muy reveladores sobre la situación actual del país.
Ojalá y los equipos que se preparan para gobernar Honduras a partir de enero próximo, estén considerando esta información para entender mejor a qué se van a enfrentar cuando les toque asumir la dirección política de un estado en quiebra. No deja de parecerme extraño y hasta hilarante, ver a estas dos o tres personas peleándose por ser el capitán o capitana del Titanic.
Juan Hernandez asumió el poder hace ocho años en condiciones que ya marcaban esta ruta abyecta. Pero probablemente no sabía la magnitud del desastre que iban a ocasionar sus irresponsables ejecutorias en los ocho años más aciagos que el país ha vivido en su historia y eso es bastante decir.
Tampoco lo sabían su antecesor Lobo ni el breve Zelaya. En general, nuestros políticos suelen ser versados en el arte de ganar elecciones. Hasta allí llegan. Pero exhiben muy pocas virtudes de estadista y no entienden lo más importante: cómo hilvanar un equipo de trabajo que entienda el arte de la política a la hora de tomar decisiones acertadas. Si fuera de otro modo, la situación de Honduras no sería la que describe la Encuesta de Hogares del INE.
Pues resulta que hemos retrocedido 30 años en cuanto a incidencia de pobreza. En 1991, cuando el INE, entonces Dirección de Estadísticas y Censos la empezó a medir, 74 hogares de cada 100 eran pobres, es decir, no tenían ingresos suficientes para cubrir sus necesidades básicas, léase vivienda, alimentos y vestuario. Hoy estamos exactamente en la misma situación, luego de algunos avances que responden más al sistemático, aunque magro crecimiento de 3.1% en la producción exhibido en el periodo, que al resultado de buenas políticas.
Lo más terrible es la pobreza extrema, es decir, aquellos hogares cuyo ingreso no ajusta ni para comprar los alimentos. Al igual que con la pobreza total, volvimos a la misma cifra de 1991: 54 de cada 100 hogares viven en esta miserable condición. Es fácil explicar entonces por qué la gente sale corriendo en caravanas hacia el norte, por qué el país se debate en la inseguridad, por qué pareciera que la esperanza nos abandona.
La encuesta también revela otros datos siniestros: la población con problemas de empleo subió arriba del 80% de la PEA, el sistema educativo redujo su cobertura a niveles históricos, la condición de los hogares luego del paso de los huracanes se precarizó aún más. Con un presupuesto que se multiplicó en forma acelerada desde 2008, una deuda pública camino a explotar, ¿Qué podría hacerse para que la situación se revierta?
Lo más preocupante es la orfandad de claridad sobre qué camino tomar. Las propuestas presentadas por dos de los candidatos, distan de una solución sostenible y pareciera que solo recetan más de los mismo. Las posibles soluciones existen, pero nadie quiere atreverse a tomar decisiones. Los políticos continúan apoltronados, sin atreverse a confiar en la ciudadanía, sin entender que no son ellos, sino la gente quien debe empoderarse y tomar para sí su destino y desarrollo.
Mientras nadie se planteé el insertar de una vez al país en el siglo XXI, seguiremos navegando en el marasmo de la mediocridad. Pero hacerlo requiere, sobre todo, valor para entender que no es un estado gigante y proveedor lo que necesitamos, sino un facilitador de oportunidades, que su esfuerzo se concentre en educación y salud, en asegurar una infraestructura mínima para complementar la inversión, pero, sobre todo, la autonomía total de los operadores de justicia.
Un estado liberal, responsable y ágil, que libere a las hondureñas y hondureños del legado de cenizas que los últimos 12 años han esparcido en el desventurado territorio. Pero ¿De verdad habrá alguien que piense más allá de la ambición que provoca la posibilidad de malversar 24 millones de millones de lempiras para dejarnos igual o peor? ¡Quisiera ser optimista!