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El centro de la gravedad democrática

Javier Franco

En todo conflicto hay un punto que sostiene todo, aunque casi nadie lo note. Es como una mesa: mientras está bien apoyada, todo se mantiene en su lugar; cuando una pata falla, nada queda firme. A ese punto se le llama el centro de la gravedad. Dos semanas después de las elecciones generales del 30 de noviembre, ese centro de gravedad ya no está en los discursos, ni en los pleitos políticos, ni en lo que se grita en redes sociales. Hoy está en algo mucho más simple e importante para la gente: en saber si el sistema electoral puede demostrar, con hechos claros, que el resultado que anuncia es verdadero.

Han pasado quince días sin una explicación completa. Se ha hablado mucho, pero las certezas siguen siendo pocas. Persisten actas sin imagen, inconsistencias en distintas Juntas Receptoras de Votos, recursos legales que se acumulan y un escrutinio especial que apenas comienza. Por eso el problema ya no es quién ganó o quién perdió. El problema es por qué todavía no se puede explicar, de manera clara y sencilla, cómo se llegó a ese resultado.

Muchos siguen hablando como si estuviéramos en el primer día después de la elección. Siguen discutiendo desde la confrontación inmediata, sin darse cuenta de que la ciudadanía ya se movió de ese lugar. Hoy la gente no quiere más gritos ni más acusaciones. Está cansada. Y cuando una sociedad se cansa, deja de reaccionar con enojo y empieza a preguntar con calma y sentido común.

La pregunta que hoy se repite, aunque no siempre se diga en voz alta, es muy simple: ¿por qué, después de dos semanas, el sistema todavía no logra demostrar con claridad que el resultado es confiable? Esa pregunta no es un ataque político. Es una pregunta legítima. En una democracia, la confianza no se exige ni se impone; se gana. Y se gana explicando cómo se cuentan los votos, cómo se corrigen los errores y cómo se responde cuando hay dudas reales.

Aquí está el verdadero nudo de este momento. El conflicto ya no es entre partidos ni entre líderes. Es entre dos cosas que no son lo mismo: un resultado proclamado y un resultado verificable. Para que la democracia se fortalezca, debe pesar más lo que se puede comprobar que lo que simplemente se anuncia.

Por eso, cerrar el proceso con prisa, sin haber explicado todo, no tranquiliza al país; lo inquieta más. Cada día que pasa sin una validación clara no fortalece a las instituciones, las debilita. Y el silencio, cuando hay preguntas razonables, deja de parecer prudencia y empieza a sentirse como una falta de respuesta.

Hoy el centro de la discusión debe estar en los procedimientos: en las actas, en las imágenes, en el escrutinio especial, en los recursos presentados y en la responsabilidad de las autoridades de responder con datos, no con frases repetidas. No se trata de buscar culpables, sino de dar explicaciones. No se trata de reabrir heridas, sino de cerrarlas bien.

El ciudadano no está pidiendo caos ni confrontación. Está pidiendo certeza. Quiere saber que su voto fue respetado, no solo contado. Quiere confiar en que el sistema funciona incluso cuando enfrenta dificultades. Y esa exigencia no debilita la democracia; la hace más fuerte.

Después de dos semanas, el país no necesita más ruido. Necesita claridad. Necesita verificación. Necesita que quienes administran el proceso entiendan que el tiempo de la política ya pasó y que ahora es el tiempo de demostrar. Pero también necesita ciudadanos atentos, responsables y críticos, dispuestos a preguntar sin caer en la desinformación ni en la violencia.

La democracia no se sostiene sola. Necesita instituciones que rindan cuentas y ciudadanos que no renuncien a su derecho a entender. Cuando el sistema explica y la ciudadanía vigila, el centro de la gravedad se mantiene firme. Y solo así un país puede avanzar con equilibrio, legitimidad y confianza en su futuro.

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