
Tegucigalpa, Honduras. Hay quienes quisieran creer que la democracia puede ser tercerizada. Que, en tiempos de saturación digital, los algoritmos, esos entes sin alma ni memoria, podrían asumir el ejercicio de decidir por nosotros: calcular la voluntad popular, procesar el disenso, optimizar la política como quien optimiza una hoja de Excel: agregando celdas y fórmulas. Pero la democracia, esa vieja testaruda, no se deja reemplazar tan fácil.
Uno de los números más reciente de Diálogo Político, publicado en 2025, lanza una advertencia necesaria: la Inteligencia Artificial, con toda su promesa de eficiencia y neutralidad, no nos exime de las tareas democráticas.
No importa cuán seductora parezca la idea de que un sistema algorítmico pueda corregir nuestras torpezas humanas. La decisión sobre el rumbo de nuestras sociedades sigue y seguirá siendo un acto humano, imperfecto y necesariamente deliberativo.
Sí, la IA puede ayudarnos a procesar datos, a detectar patrones, incluso a anticipar problemas. Pero no puede (ni debe) definir por sí sola qué consideramos justo, legítimo o prioritario.
Como bien señala Daniel Innerarity en su ensayo, “la función de la política es decidir el diseño de las estrategias de optimización algorítmica y mantener siempre la posibilidad de alterarlas”. No hay atajos: gobernar es debatir, acordar, disentir, cambiar de opinión si es necesario.
En un mundo cada vez más tentado por soluciones automáticas, la gran amenaza no es solo que la IA difunda desinformación, como los deepfakes que simulan voces y rostros para sembrar dudas en procesos electorales, sino que erosionemos nuestra propia disposición a decidir. Que renunciemos al debate incómodo en nombre de la eficiencia cómoda. Que creamos que basta con ser consumidores de políticas públicas, en lugar de ser ciudadanos activos, informados, críticos.
Pues los políticos ya desinforman por sí mismos, sin necesidad de IA.
Las sociedades democráticas no se justifican únicamente porque produzcan mejores decisiones que los regímenes autoritarios o tecnocráticos; se justifican porque otorgan a cada ciudadano, sabio o ignorante, informado o desinformado, el derecho inalienable de ser parte del proceso de decidir.
Como recuerda Diálogo Político, “la legitimidad final no procede de la corrección de las decisiones, sino del poder de decisión que tiene la ciudadanía, independientemente del buen o mal uso que haga de este poder”.
“La gran promesa de la gobernanza algorítmica es que unos resultados óptimos nos hagan olvidar los procedimientos deseables”, advierte Diálogo Político. Y es precisamente ahí donde el riesgo se vuelve existencial: si dejamos de discutir el cómo y el por qué de las decisiones públicas, si entregamos sin resistencia nuestro derecho a cuestionar, revisar o impugnar, habremos diluido la sustancia misma de la democracia.
Pero ¿cuántas partículas quedan la esa sustancia? ¿Pocas, ninguna? ¿Nos queda algo de democracia?
En Honduras solo quedan altoparlantes que recorren el país con vicios alarmistas sobre un futuro en donde nos perdemos todos.
Como bocinas de perifoneo de vendedores de verduras circulan con mensajes que invitan a pensar en un noviembre sin elecciones, poniendo la democracia en oferta y al 2 x 1. En una transacción monetaria en donde gana el más “astuto” y “gritón”.
En un día acaban con el pueblo, se meten el civismo al bolsillo y dan las gracias como moneda de cambio.
Disfrutan de sus utilidades al ver cómo los medios replican su perifoneo barato y abren las líneas telefónicas para decir que nos quedamos sin país, que ya valimos.
En tiempos de deepfakes, de campañas de desinformación orquestadas desde granjas digitales, y de una fascinación casi religiosa por las tecnologías, la democracia necesita ser defendida no solo en los discursos, sino en el músculo cívico. Necesita ciudadanos que no teman ejercer su derecho a equivocarse, a corregirse, a deliberar.
La máquina nos puede sugerir rutas, pero no puede, no debe, caminar por nosotros.
Es justo allí cuando la asistente virtual nos enciende la luz, cuando, en el ocaso del día, uno que otro analista consciente reclama, regaña y refunfuña por la irresponsabilidad con la que se difunden los mensajes, porque, así como la inteligencia, la democracia también se está volviendo artificial. Y esto no es solo una mala interpretación del genio de los deseos que hoy en día está más trendy que el civismo.