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Cuando votar ya no basta

Por : Alma Adler

Muchos años después, cuando alguien intente narrar lo que ocurrió en estas elecciones hondureñas, no sabrá por dónde empezar: ¿por las actas que llegaron tarde y nunca cuadraron, o por la sensación generalizada de que todo estaba decidido antes del primer voto? En este país, las elecciones no abren futuros: repiten ciclos. Y cada vez que se convoca al pueblo a elegir, lo que se renueva no es la esperanza, sino el desgaste y el hartazgo.

Honduras no vive elecciones: las sobrevive. La espera con ansiedad la vota con disciplina y la observa con desconfianza. El escrutinio, lejos de ser un procedimiento técnico, se ha convertido en un circo prolongado. Un drama que no concluye con resultados, sino con agotamiento. La política, nuevamente, parece operar en un sistema de representaciones donde el sentido se diluye y el ciudadano se queda mirando, interrogando la realidad sin obtener respuesta.

Nadie gana del todo, ni siquiera quien obtenga más votos. Porque quien llegue al poder —si es que el sistema logra declararlo sin derrumbarse en el intento— no heredará legitimidad, sino una maquinaria fatigada, una ciudadanía desconfiada y una promesa democrática cada vez más diminuta.

Los partidos —todos— aguardan en tensión. Unos agitan cifras, otros cultivan silencios estratégicos, otros atizan en las calles. Pero ninguno puede presentarse como vencedor en un escenario que deja más dudas que certezas. La disputa no es solo por el resultado: es por el relato, por la interpretación del momento, por el control de una institucionalidad que exhibe grietas profundas. En medio de todo, el ciudadano asiste —otra vez— como espectador de una contienda donde los procedimientos pesan más que el proyecto político.

Y, sin embargo, lo que hoy necesita el país no es quién grita menos, sino quién comprende que el sistema no resiste otra elección como esta. Porque no se trata solo de resolver un escrutinio incierto, sino de cortar el ciclo de desconfianza que lo desacredita. Para eso no bastan transiciones institucionales: se requiere transformación.

Las reformas ya no son recomendaciones técnicas; son condiciones de posibilidad democrática. Urge despolitizar los órganos electorales y devolverles independencia real, no nominal. No se trata de cambiar nombres en un directorio, sino de romper con la lógica de cuotas, lealtades cruzadas y captura institucional que hoy pesa más que cualquier acta.

La tecnología electoral debe ser pública, auditable y confiable. No más contratos con empresas de trayectoria ambigua, no más plataformas que fallan justamente cuando más se las necesita. El escrutinio debe ser verificable por la ciudadanía, no solo por quienes lo operan. Actas claras, transmisiones accesibles, resultados comprensibles: eso no es utopía, es exigencia mínima de una república moderna.

La Comisión Permanente del Congreso Nacional debe ser regulada con límites claros. Lo excepcional no puede convertirse en la regla. Si seis diputados pueden legislar sobre materias trascendentales sin control del pleno, la voluntad popular se convierte en papel sin efectos. La institucionalidad se debilita no por falla, sino por exceso de poder discrecional.

Pero ninguna reforma institucional será suficiente si los partidos políticos no se transforman. Las estructuras actuales siguen atrapadas en lógicas del pasado, con liderazgos personalistas y mecanismos internos que privilegian la lealtad por encima de la competencia, la fidelidad por encima de la reflexión. La política del siglo XXI exige partidos capaces de debatir ideas, no lealtades; de construir liderazgos colectivos, no figuras aisladas. Sin esa renovación profunda, ninguna ley electoral impedirá que el sistema gire en falso.

Por encima de todo, debe cambiar la relación entre ciudadanía y política. El votante hondureño ha sido constante, incluso en la decepción. Ha soportado fraudes, omisiones y silencios políticos. Y, sin embargo, sigue votando. Pero ya no basta con acudir a las urnas. Se necesita un nuevo pacto: el ciudadano como auditor activo, como guardián de la memoria institucional, como presencia crítica permanente. La democracia no se delega: se vigila.

Quien asuma el poder —cuando lo anuncien, si lo anuncian— no habrá ganado autoridad, sino asumida responsabilidad. No hereda una victoria, sino una falla estructural que ya no puede ocultarse ni administrarse. La legitimidad no vendrá de los votos contados, sino de las reformas que se hagan.

Porque ya no basta con que el sistema funcione: tiene que dejar de fallar. Y no basta con parches: lo que exige el momento son cambios estructurales que impidan que el país siga atrapado en el mismo ciclo de sospechas, silencios y maniobras.

Lo que hoy está en juego no es el resultado, sino la capacidad de una sociedad de negarse a seguir orbitando en el mismo círculo de fallas y sospechas. La legitimidad ya no se mide por el conteo de votos, sino por la voluntad de corregir aquello que los vuelve irrelevantes.

Si el país no aprovecha esta grieta para replantear sus instituciones, seguirá votando sin decidir y el poder seguirá administrando la inercia como si fuera mandato.

Una democracia que sobrevive apenas ya no es una democracia: es un ritual vacío que se ejecuta por costumbre.

Y si esta elección no marca un quiebre, será recordada como la última en la que todavía importaba cambiar.

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