
La tolerancia y el respeto a las ideas ajenas son el cimiento de toda sociedad libre, democrática y pluralista. Sin embargo, desde el golpe de Estado de 2009, esa tolerancia que alguna vez caracterizó a los hondureños se hizo añicos y se fracturó de manera irreparable.
Familias enteras se dividieron, vecinos se convirtieron en enemigos y la sociedad en general se precipitó hacia una vorágine de polarización y violencia política que, lejos de disminuir, se ha intensificado en los años posteriores hasta nuestros días.
La confrontación se profundizó en el terreno político, marcada por la división entre izquierda y derecha, y alcanzó su punto más álgido en los últimos tres procesos electorales. El fraude de 2017 y la reelección de Juan Orlando Hernández fueron detonantes que dejaron profundas cicatrices en la vida democrática del país.
El proceso electoral que conducirá a las elecciones generales del 30 de noviembre de este año tampoco escapa a esa ruta accidentada de confrontación y crispación política.
Un reciente informe del Instituto Universitario en Democracia, Paz y Seguridad (IUDPAS) de la UNAH revela la magnitud de este flagelo. Solo en julio se registraron 25 hechos conflictivos en el ámbito político-electoral, vinculados principalmente a la dinámica de los partidos (17), delitos electorales (6) y reformas en la normativa electoral (2).
En ese mismo mes se documentaron 30 casos de violencia política: 16 víctimas mujeres y 14 hombres. El departamento de Francisco Morazán concentró el 83% de los incidentes, reflejando una preocupante centralización de la violencia.
La mayor parte de la confrontación ocurrió entre militantes del Partido Libertad y Refundación (Libre) y del Partido Liberal, representando el 68.9% de las interacciones conflictivas.
Entre las principales víctimas destacan las autoridades electorales (40%), mientras que los agresores provienen de las tres fuerzas políticas más relevantes: Libre (26.7%), Partido Nacional (20.3%) y Partido Liberal (20%).
El informe también señala que los meses de febrero, marzo y abril marcaron el pico más alto de violencia política, coincidiendo con las elecciones primarias. Dicho proceso estuvo manchado por el extravío de urnas bajo resguardo de las Fuerzas Armadas, lo que generó desconfianza y desmotivación entre los electores.
Los episodios más graves incluyen las agresiones físicas contra las candidatas a diputadas Sara Zavala (Partido Nacional) y Saraí Espinal (Partido Liberal), a manos de colectivos de Libre. A esto se suma la campaña de descrédito y ataques desde el Gobierno contra las consejeras del CNE, Cossete López Osorio y Ana Paola Hall, lo que socava la credibilidad del órgano electoral.
El asesinato del candidato a diputado de Libre, Óscar Bustillo, en Yoro, ha encendido nuevas alarmas. Aunque la investigación continúa, el hecho proyecta un oscuro mensaje en pleno proceso electoral, donde aún no se descarta una motivación política.
Tampoco la prensa hondureña ha quedado al margen. Bajo esta administración, periodistas han sido víctimas de amenazas, agresiones, estigmatización y criminalización, lo que debilita aún más el ejercicio de la democracia.
Lejos de apaciguar los ánimos, los candidatos presidenciales han optado por discursos cargados de ataques y señalamientos al adversario, dejando de lado las propuestas a los grandes problemas nacionales.
Desde el oficialismo, la candidata presidencial mantiene una narrativa confrontativa y aprovecha cada escenario para arremeter contra el bipartidismo, los grupos económicos, las iglesias y todo aquel que considera un enemigo de su proyecto político.
La oposición, por su parte, responde con igual dureza, lanzando su artillería contra los incumplimientos, la corrupción y los abusos del actual gobierno de Xiomara Castro y Manuel Zelaya.
A menos de tres meses de las elecciones generales, todavía hay oportunidad de frenar este clima de confrontación estéril y ofrecer a los hondureños un proceso electoral pacífico y ejemplar.
Honduras enfrenta una alta conflictividad social, política y económica: desempleo, devaluación de la moneda, violencia electoral, asesinatos e intentos de homicidio de candidatos, así como ataques contra el órgano electoral y sus autoridades. Todo ello amenaza no solo la estabilidad democrática, sino también la viabilidad económica del país.
La democracia no puede sostenerse sobre la violencia ni sobre la eliminación simbólica o física del adversario. El país necesita propuestas, no insultos; necesita líderes, no caudillos que alimenten odios.
Hoy más que nunca debemos recordar que las ideas deben debatirse, no imponerse con violencia. La sangre derramada y las vidas perdidas en nombre de la política deberían ser lecciones suficientes. Honduras merece un futuro de paz, donde las diferencias se resuelvan con el dialogo y en las urnas, pero no en la confrontación y la violencia. Las ideas deben construir esperanza y no muerte.