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COVID-19

Por: Luis Cosenza Jiménez

En estos momentos el mundo entero sufre los efectos de la pandemia desatada por el COVID-19. 

Se trata de un virus que se propaga con gran rapidez y facilidad. Curiosamente, la gran mayoría de las personas sufren poco o nada al contagiarse, pero una minoría importante, se habla de un veinte por ciento de los contagiados, requieren hospitalización y un porcentaje más pequeño necesita el uso de ventiladores para poder respirar.  La situación se complica porque, debido a la facilidad de propagación, muchas personas se enferman simultáneamente y colapsan el sistema hospitalario. Simplemente no hay suficientes camas en los hospitales, mucho menos suficientes ventiladores, para atender a todos quienes, simultáneamente, lo necesitan. El contagio sigue un comportamiento exponencial, es decir si se grafica el número de personas contagiadas, nos enfrentamos con una curva que sube rápidamente, y eso es lo que colapsa el sistema sanitario.  Los gobiernos procuran “aplanar” la curva, es decir, evitar que suba tan rápidamente. Puesto de otra forma, se busca que aunque al final se enferme el mismo número de personas, se reduzca el número que se enferma simultáneamente, de tal manera que aunque la emergencia dure más tiempo, no colapse el sistema sanitario. Para reducir el contagio, lo más efectivo es reducir el contacto entre las personas, lo cual se logra al impedir que estas salgan de sus casas. Si bien esto es efectivo, tiene un alto costo económico, particularmente para quienes viven de lo que ganan diariamente, es decir, para la economía informal, para los más pobres y vulnerables. Después de estar confinados en nuestras casas, todos comenzamos a preguntarnos cuánto tiempo más seguiremos así.  Esa incertidumbre genera temor y tensión. A pesar de esto, tratemos de analizar la situación en más detalle para ver a qué conclusiones podemos llegar.

Para comenzar, es evidente que el actual confinamiento no puede durar para siempre.  Me parece que, salvo que se dé un extraordinario incremento en los casos de contagio, el toque de queda probablemente será cancelado después de la semana santa. Volveremos a nuestros trabajos, tal vez con mascarillas, renunciando a abrazos, besos y apretones de manos, evitando las reuniones innecesarias, particularmente las multitudinarias, y posiblemente comprometidos con lavarnos nuestras manos frecuentemente.  Esto reducirá la rapidez del contagio, pero no lo evitará, porque el retorno a la normalidad implica abrir nuestras fronteras. Si pretendiéramos convertirnos en una autarquía, simplemente aumentaríamos nuestra pobreza. El abrir el país necesariamente implica que ingresarán personas que se contagiaron en el exterior. Consecuentemente, es probable que se dé un rebrote en el número de contagiados, y dependiendo de la severidad, eso podría obligar a imponer nuevamente el toque de queda.  Tendríamos entonces episodios de toque de queda, seguidos de períodos de “normalidad”, y así sucesivamente, hasta que contemos con una vacuna, lo cual probablemente no ocurra en menos de un año. Esa incertidumbre no permitirá planificar el desarrollo de nuestras empresas, es decir, habrá muy poca inversión y reducida creación de empleo.

Recordemos que muchas de nuestras empresas no han tenido ingresos en casi ya tres semanas, y para cuando termine este confinamiento, no habrán contado con ingresos en más de un mes. Es muy poco probable que la economía vuelva rápidamente a su punto de partida, es decir al nivel que tenía previo a la aparición del COVID-19 en nuestro país.  Eso quiere decir que muchas de nuestras empresas se verán obligadas a prescindir, al menos temporalmente, de sus empleados. Crecerá el desempleo y decrecerá nuestra economía. La gente tendrá menos recursos para gastar, lo que deprimirá aún más nuestra economía. Las remesas seguramente caerán y no será fácil reactivar nuestras exportaciones porque la economía mundial estará deprimida.  No se puede exportar cuando los extranjeros no tienen dinero para comprar, y sufrirá el turismo porque no habrá dinero para viajar. Para evitar que las empresas prescindan de sus empleados será necesario tomar medidas mucho más ambiciosas y creativas que las anunciadas por el gobierno. Si el único sacrificio que contempla el gobierno es prorrogar unos meses el pago de los impuestos, es casi seguro que las empresas se verán obligadas a prescindir de sus empleados.  En unos meses tendrán que escoger entre pagar a sus empleados o pagar los impuestos. Veamos por ejemplo una de las medidas contempladas en Estados Unidos para evitar que las pequeñas y medianas empresas despidan a sus empleados. Se proponen otorgarles préstamos, y si al cabo de un año demuestran que no han despedido a su personal, les condonarán el préstamo. Ese tipo de medidas, y la reducción de impuestos (que en Estados Unidos hicieron hace un par de años), es lo que se necesita.  Postergar el pago de impuestos es necesario, pero no suficiente. Para ilustrar la gravedad de la situación, se dice que en marzo España perdió 900,000 puestos de trabajo, y en Estados Unidos más de seis millones de personas solicitaron el pago del seguro contra el desempleo. Si eso sucede en esos países, ¿Qué podemos esperar en nuestro caso?

El tema sanitario es prioritario, pero también lo es el empleo, el hambre y la pobreza.  Si no lo entendemos así, podríamos próximamente enfrentar un estallido social. El COVID-19 atenta contra nuestras vidas por varias vías.  La infección puede causarnos la muerte, pero también podemos morir de hambre o como consecuencia de la violencia que suele acompañar a la protesta social.  Si no tenemos una respuesta holística y articulada nuestras probabilidades de éxito disminuyen grandemente. Ojalá que nuestros gobernantes entiendan esto. Lo que al final me parece incontrovertible es que el mundo será diferente después del paso de esta pandemia.  ¿Cómo cambiará el mundo? Dejemos eso para un próximo artículo. Mientras tanto, les ruego que se cuiden y protejan. Con la ayuda de Dios saldremos adelante.

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