
Tegucigalpa. – En los últimos años se ha hecho visible, en muchos ámbitos de la vida social y familiar, una distancia creciente entre las nuevas generaciones y la fe que hasta hace poco era un punto de referencia común en nuestra cultura. Decir que los jóvenes “se han apartado de Dios” no pretende ser un juicio simplista ni una condena; es más bien la constatación de una realidad que interpela a todos: si la fe declina entre los más jóvenes, es porque algo ha fallado en la transmisión de lo esencial.
Y en esa falla tenemos también responsabilidad las personas de mayor edad: no siempre hemos logrado infundir en nuestras familias el amor a Dios, el respeto por los mayores ni hemos sido ejemplo vivo de solidaridad y caridad hacia los más vulnerables.
La separación de Dios entre los jóvenes está influida por múltiples factores: la secularización del espacio público, el predominio de una cultura consumista e inmediatista, la prioridad de la autonomía personal y la búsqueda de sentido fuera de las formas religiosas tradicionales. A esto se suma el fuerte impacto de la tecnología y las redes sociales, que moldean identidades, relaciones y valores a una velocidad que a menudo deja atrás a las estructuras educativas y a la vida comunitaria. En este contexto, la religión institucional pierde atractivo si no aparece acompañada de autenticidad, de sentido práctico y de coherencia en la vida de quienes la profesan.
Las dificultades descritas se expresan en voces concretas. Transcribo dos testimonios que ayudan a comprender el estado de ánimo de muchos jóvenes:
Testimonio de un joven universitario: “Estoy en la universidad y me rodean oportunidades, pero no le encuentro sentido a lo que hago. Estudio porque se supone que debo hacerlo, cumplo con las actividades, pero no siento que mi vida tenga un propósito profundo. La fe y las prácticas religiosas me parecen alejadas de mis problemas reales; nadie en mi familia me ha enseñado a buscar a Dios como respuesta concreta a mis inquietudes.”
Testimonio de una jovencita (Ninis): “No estudio ni trabajo. Me siento cada vez más agobiada por el ambiente electoral que nos rodea: hay tantas mentiras, descalificaciones y ataques entre candidatos que me resulta insoportable. Todo parece hecho para dividir y manipular; eso me aleja de la confianza en la comunidad y en cualquier proyecto colectivo, incluso en la fe que mi familia trata de transmitirme.”
Estos relatos muestran dos caras del distanciamiento: uno interno —la falta de sentido personal entre jóvenes formados— y otro social— la desconfianza y el cansancio provocado por un entorno público agresivo y deshonesto. Ambos son reflejo de la fragilidad de los puentes intergeneracionales y de la insuficiente educación en valores que permita leer la vida a la luz de la fe.
Aquí entra la responsabilidad de los adultos mayores. No basta exigir adherencia a la fe: la transmisión se hace más por ejemplo que por discursos. Si en el hogar se vive una religiosidad de etiqueta —ritos cumplidos sin compromiso verdadero—, si la vida cotidiana está marcada por la indiferencia hacia el sufrimiento ajeno, por la falta de respeto entre generaciones, por la corrupción o la hipocresía moral, ¿qué motivo real tendrán los jóvenes para adherirse a esa fe? La coherencia entre palabra y acto es condición indispensable para que la fe resulte convincente. Cuando los mayores no mostramos coherencia, cuando priorizamos otras cosas —trabajo, imagen, comodidad— por encima de la oración, la convivencia y la justicia, hacemos más difícil que la siguiente generación encuentre motivo para permanecer cerca de Dios.
La pérdida del respeto hacia las personas adultas y la carencia de ejemplo solidario son síntomas de una fragilidad más profunda: hemos olvidado enseñar y practicar las virtudes que sostienen la vida comunitaria. El respeto no es sólo obediencia; es reconocimiento de la dignidad y la experiencia. La solidaridad y la caridad no son sentimientos pasajeros, sino hábitos que se forman en la familia mediante actos concretos: compartir tiempo, atender a los enfermos, sensibilizar a los hijos frente a las necesidades de los vecinos. La ausencia de esas prácticas deja a los jóvenes sin un taller vivo donde aprender a amar y a servir.
Las consecuencias trascienden lo meramente religioso. Una sociedad en la que las nuevas generaciones carecen de referencia trascendente y de modelos de servicio corre el riesgo de volverse individualista, insensible ante la fragilidad y pobre en proyectos comunes. La política, la economía y las relaciones interpersonales se empobrecen cuando falta una ética cimentada en la dignidad humana y en el mandato de la caridad. Además, la falta de respeto hacia los mayores empobrece el tejido familiar: los ancianos dejan de ser fuente de memoria y sabiduría, y la comunidad pierde la capacidad de cuidarse a sí misma.
Frente a este diagnóstico es necesario pasar del lamento a la acción. Algunos pasos concretos que las personas de mayor edad podemos dar, sin paternalismos ni imposiciones, son: 1) Revivir la propia fe con sinceridad. La conversión y la práctica personal —oración, participación en la comunidad, examen de conciencia— vuelven a la fe una fuerza interior que contagia más eficazmente que las palabras. 2) Testimoniar coherencia entre lo que decimos y hacemos. Ser honesto en la vida pública y privada, pedir perdón cuando se falla y mostrar agradecimiento por los pequeños gestos del día a día. 3) Crear espacios familiares de escucha y diálogo. Antes de instruir, conviene preguntar: ¿qué inquieta a los jóvenes?, ¿qué buscan?, ¿qué temen? Escuchar abre la puerta a compartir la fe como respuesta, no como mera transmisión de normas. En especial, hay que atender testimonios como los antes citados: el joven universitario que no encuentra sentido y la jovencita agobiada por la agresividad electoral necesitan ser escuchados y acompañados sin juicios. 4) Cultivar prácticas familiares sencillas. Orar juntos, leer un pasaje, acompañar a quienes sufren en la comunidad, enseñar con el ejemplo el hábito de la caridad: esto permea más que cualquier sermón. 5) Involucrar a los jóvenes en la solidaridad activa. Proyectos de servicio intergeneracional (visitas a ancianos, ayuda en comedores, acompañamiento a migrantes) enseñan a amar en la vida concreta y ofrecen a quienes se sienten perdidos un marco de sentido y pertenencia. 6) Fomentar el respeto mutuo. Hablar con los jóvenes desde la dignidad, sin condescendencia; pedir su colaboración en decisiones familiares y reconocer públicamente sus aportes. 7) Trabajar en red con la comunidad eclesial y civil. Las parroquias, asociaciones y organizaciones sociales pueden ofrecer cauces para que la fe se traduzca en compromiso social real y para contrarrestar ambientes públicos dañinos que desgastan la esperanza.
No se trata de manipular ni de imponer una religión, sino de presentar a Dios como la fuente de sentido y de consuelo, y de encarnar valores que permitan a las nuevas generaciones reconocer en la fe una respuesta creíble a sus preguntas y sufrimientos.
Necesitamos terminar con un gesto de esperanza: la historia de la fe está llena de retornos y conversiones. Dios no se cansa de esperar, y los hombres y mujeres mayores tenemos la posibilidad de ser puente entre la tradición y la novedad. Si recuperamos la coherencia, la ternura, el servicio y la escucha activa —y si integramos en nuestras acciones la atención a testimonios concretos como los que hemos examinado— podremos ofrecer a nuestros hijos y nietos no solo palabras sobre Dios, sino una experiencia real de su amor manifestado en familias que respetan, acogen y sirven a los más vulnerables. Ese testimonio vivo —más que cualquier discurso— podrá suscitar en ellos el deseo de volver a acercarse a lo sagrado y construir, juntos, una sociedad más humana y compasiva.