
Los hechos suscitados en las últimas semanas dejan claro por qué un estado proveedor, es decir, un conjunto de organizaciones que pretendan manejar de manera discrecional los recursos de todas y todos, siempre hará que el costo social de sus acciones sea superior a los beneficios que pretenden entregar a la ciudadanía.
Queda claro entonces: no es el mercado quien provoca la miseria o la corrupción, es el estado. Esto, por supuesto, no significa que no haya empresarios o consumidores que, motivados por su excesiva ambición y mala entraña, estén siempre dispuestos a obtener ganancias fáciles a costa de la ingenuidad de otros, pero no cabe duda de que es el estado quien les provee los mayores incentivos para hacerlo.
¿Por qué?, pues porque el estado, como organización colectiva creada por los seres humanos para dirimir las posibles confrontaciones que se puedan dar a la hora de intercambiar bienes y servicios o dirimir intereses, debe comportarse como un organismo único, con expresiones e intereses propios, cual si fuera un individuo y no lo es. Esa viscosidad en su arquitectura facilita que una sola persona o un grupo pequeño de ellas intente siempre manejarlo y hacerse de sus poderes para manejar la vida de los demás.
El anterior es un debate antiguo. Los defensores del estatismo han alegado, de manera sempiterna, que es indispensable la existencia de un ente debidamente capacitado para dirimir las diferencias entre organizaciones o de los individuos que las conforman. El problema es que la organización y funcionamiento del mismo estado provoca suficientes problemas como para que éste pueda solventar los de los demás.
Es por ello por lo que, desde siempre, los escándalos públicos de corrupción, violencia y confrontación llenan las páginas de los periódicos y desbordan noticieros y redes sociales. Desde el Watergate o los que hicieron caer a Boris Johnson en Inglaterra, hasta el vulgar escándalo de la Casa Blanca en México o las andanzas de Begoña Gómez en la Moncloa española. ¡En fin! la de nunca acabar. ¿Cómo nos puede extrañar entonces que en Honduras nos vendan “hospitales” en trocos por 40 millones de dólares o que los diputados hagan fiesta con los fondos públicos para campaña?
Está claro entonces que el estado, precisamente por su naturaleza, se convierte en la mina de oro que satisface las ambiciones de quienes pretenden administrarlo. Esto no es privativo de Honduras o de otros países subdesarrollados. También se observa en sociedades avanzadas como los Estados Unidos, Asia y aun en la vieja Europa. Los conciliábulos y arreglos entre facciones poderosas están a la orden del día y en ningún lado se está a salvo de los escándalos que provoca la acción gubernamental empujada por personas y grupos de interés con ambiciones desbordadas.
No debiera de extrañarnos entonces, que en Honduras se den situaciones como la provocada por la grabación de una conversación entre una diputada y dirigente oficialista y un secretario de estado, en la cual se revela claramente como se utilizan los recursos del erario para financiar la campaña política oficialista. No es nuevo y en realidad, tampoco es condenable jurídicamente. ¡No se asuste Usted! Así es, en realidad nuestro tinglado legal lo permite y por eso es y ha sido normal que se practique en todos los gobiernos.
Por tanto, serán siempre los políticos de oposición quienes alcen la voz indignados y procuren la condena de quienes se ven implicados. Sucedió en el pasado y seguirá sucediendo, porque en el fondo, para los políticos no está mal hacerlo, siempre y cuando se esté en el poder. Al final, tampoco la gente común y corriente considera que esté malo.
Todos quisieran y buscan la posibilidad de aprovechar el uso de los recursos para beneficiarse con ellos. Es allí donde estriba el problema: En la mente y el corazón de todos, o casi todos, existe la convicción de que eso no es malo usar la influencia política o el presupuesto para sacar provecho particular de ellos. Por eso nos alegra tener un familiar o amigo en la Corte Suprema. Por ello también buscamos a quienes tienen un contacto en el Congreso Nacional o el Ministerio Público. En el fondo nos parece bien que las cosas sigan así y no queremos cambiarlas.
A propósito de lo sucedido: ¿Quién ha propuesto quitar el famoso “Fondo Departamental” de la Constitución? ¿Quién está interesado en crear un servicio civil meritocrático para que el gobierno funcione bien y ya no exista la posibilidad de colocar a los amigos y parientes en el gobierno una vez que se ganan las elecciones? Pues parece que nadie; y mientras las cosas sigan así, continuará la miseria y la abulia moral en nuestro país.