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A un año de la crisis, Honduras obligada a profundizar la democracia venciendo las posturas radicales

Tegucigalpa.- Este lunes se cumple un año de la crisis política de junio de 2009, que derrocó al ex presidente Manuel Zelaya, y demostró la incapacidad de la elite política local y externa por resolver los conflictos mediante el diálogo y la negociación, sin tener que recurrir a formas de solución que se creían agotadas desde el retorno formal a la democracia hace casi tres décadas.
 

La salida de Manuel Zelaya, es el mejor reflejo de que el sistema político de partidos, fue incapaz de frenar lo anhelos de un ex gobernante que violó la ley y la constitución que juró cumplir, desafió la institucionalidad del Estado e hizo de la corrupción una bandera que navegó con ínfulas de honorabilidad que cooptó hasta a los más incautos.

¿Hasta dónde la expulsión del poder de Manuel Zelaya fue un paraguas para oxigenar al bipartidismo político? ¿Hasta dónde la corrupción en su gobierno será “lavada” por la presión y simpatía que hacia este personaje mantiene la comunidad internacional y sus adeptos? ¿Hasta dónde la impunidad que rodea este caso, matizada por una amnistía amplia e incondicional se afincará aún más en el país? ¿Es acaso ese tipo de amnistía una solución para la reconciliación y el camino hacia la legalidad y la transparencia que tanto se ha violado en Honduras?

¿Se aprendió la lección del 28 de junio? ¿Cómo se garantizará a la ciudadanía acceso a la legalidad y una participación más vinculante en el ejercicio de lo público? ¿A raíz de la salida de Zelaya del poder, cuáles son los nuevos peligros que enfrenta la democracia? ¿Seguirá el Estado hondureño promoviendo respeto a las leyes y la legalidad cuando sus funcionarios en el poder son los primeros en violentar lo que pregonan? ¿Hasta cuándo el pueblo aguantará? ¿Qué opciones de cambio ofrece el gobierno actual y la clase política y económica en general? ¿De qué forma el caso hondureño contribuirá a reformar la carta democrática de la OEA? ¿Aceptará la OEA que se ensañó en demasía con Honduras? ¿Aceptará la comunidad internacional que su reacción, lógica, pero sobredimensionada, lejos de buscar salidas que salvaguarden la democracia, las complicó y empantanó? Desde la óptica internacional, ¿tendrá Honduras el derecho a una lectura reposada de los hechos sucedidos antes, durante y posterior al 28 de junio?

Más allá de Zelaya

Muchas preguntas y demasiadas dudas sin saber las respuestas ciertas. La crisis política del 28 de junio, más allá del “caso Zelaya” abre numerosas aristas que obligan a los hondureños a pensar en opciones viables de solución, que pasan por reformas profundas centradas no solo en aspectos políticos electorales.


El acceso legal a la ciudadanía es un déficit de la democracia hondureña con su población, las propuestas orientadas a garantizar “más democracia” en la democracia pasan por caminos más allá del diálogo, y los sectores tradicionales de poder en Honduras están obligados a tener una nueva mentalidad democrática y presentar posturas que apuesten a la profundización de la democracia y al rescate de la institucionalidad del Estado más allá de los compadrazgos políticos con miras a la obtención de votos en las urnas cada cuatro años.

Las crisis políticas hondureñas no son nuevas. Se creían superadas porque el país por primera vez en su historia empezaba a conformar cierto tipo de institucionalidad en los últimos treinta años, pero todo indica que la lectura política sobre y hacia la ciudadanía estaba errada, centrada en el viejo esquema político clientelar de antaño.

La crisis institucional del país del pasado 28 de junio, puede compararse con la de 1985, que duró tres meses y donde la clase política logró encontrar “acuerdos a su manera”. El entonces presidente, el liberal Roberto Suazo Córdova, quiso imponer un candidato presidencial, lo que dividió al partido en el Congreso, y como buen conspirador que fue siempre Suazo Córdova, logró incluso dividir a su opositor, el Partido Nacional bajo la candidatura del tristemente célebre Juan Pablo Urrutia, ya fallecido.

En medio de esa crisis, fueron destronados el presidente del poder judicial y cuatro magistrados, todo ello con el aval del Congreso Nacional. Los capítulos con diversos actores y diversa intensidad, se repiten cada vez que el sistema político entra en crisis. En esta época las elites empresariales, gremiales, sociales y religiosas del país tomaron diversas posturas. Finalmente, los salvadores fueron los de siempre: el bipartidismo político representado por los partidos Liberal y Nacional.

Las dos posturas

Tras los acontecimientos del 28 de junio, el sociólogo universitario, Ramón Salgado, plantea en su último libro de compilaciones “Crisis institucional y golpe de Estado en Honduras”, que han existido al menos dos líneas para interpretar la crisis política del país.

La primera es la posición de quienes sostienen que lo ocurrido el 28 de junio fue el resultado de la negativa del defenestrado Zelaya de cumplir con lo dispuesto por el Tribunal Supremo Electoral, apoyado por la Fiscalía y la Corte Suprema de Justicia, que prohibió expresamente la realización de una consulta que debía realizarse en esa fecha con el propósito de colocar una cuarta urna al momento de las elecciones generales.

Los partidarios de esta postura–aunque algunos han aceptado que la expatriación de Zelaya del país “fue un error”—argumentan que para “evitar derramamiento de sangre, no había otra opción”. Ellos consideran que lo ocurrido se hizo en apego a la Constitución, hablan de una “sucesión presidencial” constitucional apegado a lo que establece la carta primigenia del país.

En cambio, la segunda línea es de la posición de quienes argumentan que lo sucedido esa fecha fue un “golpe de Estado orquestado por la oligarquía y los militares que pretendían bloquear con su acto el avance de las reformas populares”.

Estas posiciones, afirma Salgado, han sido posturas radicales que no admiten discusión y que han mantenido a los hondureños completamente polarizados en bandos rivales. “Estas argumentaciones también se convierten en banderas de lucha en una competencia en la que solo se admiten vencedores y vencidos. Reconocer elementos de la otra parte, no es visto como una posición razonable, sino que como un anatema, un pasarse al bando opuesto. En suma, las posiciones son de hecho antagónicas e irreconciliables”, advierte el sociólogo Salgado.

Este radicalismo y fanatismo en torno a los hechos de la crisis del 28 de junio, es el principal desafío a romper por la democracia y el gobierno de turno, que debe tener la capacidad en el presidente Porfirio Lobo, de navegar sin naufragar entre aguas turbulentas que quieren hacer su propio remolino.

Vencer el discurso polarizante

Los niveles de intolerancia que se están posicionando en un sector de la sociedad hondureña, impiden que el país avance en la profundización de la democracia y la búsqueda de salidas no violentas. La historia hondureña registra que a cada crisis política le ha sucedido al país una nueva constitución, pero ésta no siempre ha sido para solventar los problemas de la población, al contrario, casi siempre han servido para estancar procesos de reforma.

A ellos sume la escasa voluntad política de algunos servidores públicos que se niegan a cumplir la promesa de ley hecha frente a la constitución al momento de asumir los cargos, violando para su conveniencia la ley y la legalidad, cuando ésta asume algún matiz de conflictividad de cara a sus aspiraciones políticas. La clase política no solo no está contribuyendo a resolver la crisis y sus puntos de salida, tampoco la está leyendo ni entendiendo.

Transparencia, perdedora de la crisis

Honduras en su historia ha tenido muchas revueltas, alzamientos y protestas, pero ninguna revolución, quizá porque las causas no han sido enteramente legítimas y populares, respondieron más a grupos de interés del caudillismo político, y, en este sentido, Manuel Zelaya no es la excepción. Él prefiere alentar, desde las exclusivas playas de la República Dominicana, a sus seguidores que presentarse a rendir cuentas aunque haya una amnistía que muy posiblemente le favorezca. Apuesta a ser un mito y no el ídolo de barro que a las primeras de cambio se desmorone ante la mirada atónita de sus seguidores, en su mayoría partidarios clientelares del ahora opositor Partido Liberal.

En el fondo, mientras los problemas estructurales de Honduras se agudicen y no se profundicen con más y mejor calidad de la democracia, personajes como Manuel Zelaya podrán seguir surgiendo para cautivar la ingenuidad de un pueblo ansioso de cambios y propuestas que le lleven al camino del desarrollo y lo alejen de las tenazas de la corrupción, una de las grandes gananciosas de la crisis del 28 de junio al respirarse impunidad tanto del lado de los fieles de Zelaya y de quienes apostaron por el interinato de Roberto Micheletti.

De hecho, la transparencia y el acceso a la información pública no es la dinámica que caracteriza a la actual administración ni al resto de poderes del Estado, al hacer una lectura reposada de los hechos, la lucha anticorrupción no rige la agenda pública actual y sigue siendo la debilidad institucional la causa y trasfondo de las crisis histórica en Honduras.

Hábil, no torpe

La habilidad del presidente Lobo en este año de intolerancia y radicalismo que ha caracterizado al país, está en ver en perspectiva futura las transformaciones que el país requiere, con los consensos del caso, dejando de lado la visión patrimonialista del Estado.

En Honduras, lo que parece haber fracasado en estos últimos 20 años es el modelo de gobernabilidad sistémica, es decir, los políticos no leyeron la sociedad y sus cambios, persistiendo así el divorcio entre la política y la sociedad, las dimensiones de la inequidad en el país son abismales y hasta ahora los distintos gobierno se han centrado en hacer cambios para “bajar la tensión” pero no en función de las transformaciones que la nación amerita.

No es casual que ante el discurso polarizante que ha caracterizado los últimos meses al país, el gobierno sea capaz de indicar una ruta en la cual “todos quepamos”, apunta con acierto la analista política, Isolda Arita.

Otros son del criterio que desde la calle no se construye un nuevo Estado por sí solo, el país necesita innovar plataformas y consensos para lo público y en este contexto, los movimientos sociales deben entender sus nuevos desafíos y dinámicas dejando atrás esquemas arcaicos para cambiarlos por un diálogo político en el cual se aprenda a sobrevivir con el conflicto y la pluralidad, el respeto por las ideas y forzar así una maduración en la clase política. También por el retorno a la desmilitarización de la sociedad que tanto había costado.

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