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Una computadora para la escuela de la aldea El Nuevo Rosario

Oscar Flores

Podría señalar a muchos culpables, pero eso no sirve de nada. Entonces, ¿para qué gastar el tiempo? Aquí lo importante es que los niños de la escuela unidocente (una maestra para los seis grados) puedan aprender a usar una computadora.

Porque la que tienen en la biblioteca —en otro artículo les contaré en qué condiciones se encuentra— no sirve.

Cuando la vi por primera vez, me alegré. Pero la profesora Idalia me volvió a la realidad.
—No funciona —me dijo con resignación.
—¿Y por qué la tienen allí? —pregunté, apenado.
—Es para que no dejemos de soñar que algún día tendremos una computadora.
La pantalla es un ojo cuadrado que ya no ve…

La escuela en la aldea El Nuevo Rosario, antiguo enclave bananero que sirvió para enriquecer a unos cuantos y empobrecer a muchos, está a los pies de La Tigra. Se llega en carro o en cuatrimoto; el viaje dura una media hora.

La carretera está en malas condiciones, pero al menos no es un obstáculo infranqueable.
Los paisajes mientras uno va ascendiendo son hermosos. Abajo, con ojos cansados y tristes, está San Juancito, el pueblo donde vivían los mineros.

San Juancito fue el primer pueblo de Centroamérica en tener energía eléctrica. En El Rosario estuvo la primera embajada estadounidense (también de Centroamérica). En San Juancito fue instalada la primera fábrica de Pepsi-Cola de Honduras.

El primer teatro y el primer cine también fueron inaugurados en San Juancito.
Este rincón, al que “solo se le puede ver a través de los ojos del alma”, según dice su vecino más ilustre, el dramaturgo Rafael Murillo Selva Rendón, queda apenas a quince minutos de Valle de Ángeles.

Para muchos es un pueblo “palmado”; yo lo encuentro encantador.
Les llevo mil años de diferencia; sin embargo, son mis amigos. Y los quiero.

La vieja computadora.

Ellos son felices. Se les nota en sus risas. No saben todavía que están en desventaja frente a miles de niños de su propio país. No importa. Juegan fútbol, siembran en el huerto, aprenden de la mano de una maestra abnegada, sueñan y crecen en el sacrificio.
(Para el caso, hay algunos cipotes que caminan una hora para llegar a la escuela).

Una computadora, estoy seguro, les daría mucha felicidad. El día que enciendan una computadora y naveguen, ese día comenzarán a recortar la brecha de la desigualdad.
No apelo a los culpables de provocar la situación de calamidad en la que está el sistema educativo hondureño. Como dije al inicio, eso sería perder el tiempo.
Y en nada les ayudará a los niños.

Apelo a las personas que, además de buen corazón, poseen recursos para poder donar una computadora (nueva o usada) a la escuela de El Nuevo Rosario.

De que las hay, las hay, así que me sentaré a esperar a que alguien levante la mano y diga: “¡Yo!”.

Los quince niños de la escuela unidocente: Delmer, Josselyn, Brayan, Karla, Yefrin, Mario, Estefany, William, Mateo, Milagros, Génesis, Esteban y dos Axcel (uno de primero, otro de sexto) lo van a agradecer.

Y pagarán con abrazos y sonrisas que no tienen precio.
Porque las minas están vacías desde 1954, pero la gente de San Juancito, El Nuevo Rosario y Guacamaya (la otra aldea) tiene debajo del pecho un corazón de oro.

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