Al final de los cuatro años del Presidente Donald Trump, Estados Unidos cuenta con un presidente sujeto a su segundo juicio político, esta vez por intentar subvertir el resultado de las elecciones presidenciales de noviembre pasado. Como indica la revista Foreign Affairs en su entrega del domingo 17 de enero, este señor deja a su paso desafíos abrumadores. Entre ellos se destaca el record de contagio de la pandemia, una economía desequilibrada, un sistema político dañado, una crisis de justicia racial prologada y una posición precaria en un mundo cambiante, con consecuencias globales.
Si bien la democracia electoral es condición esencial para la representatividad popular, por sí misma no es garantía de respeto a los principios básicos que definen a los intereses, derechos y obligaciones de los ciudadanos. Los desafíos de la democracia van más allá de la necesidad de elecciones “limpias”. La democracia debe, además, resolver los grandes problemas que aquejan a una sociedad. Ello también depende de su contexto regional u global.
En efecto, los aspectos coyunturales nacionales o internacionales pueden contribuir a incrementar o a restar confianza en el sistema democrático. Para el caso, el orden mundial, abierto y liberal de finales de siglo y principios de este, se vio desafiado con la crisis financiera global de 2007-2008. El resultado fue un amplio desengaño con el sistema político. Varias democracias, como la de Turquía, se convirtieron al autoritarismo. Los movimientos populistas nacionalistas de la década recién pasada en el Reino Unido y en Estados Unidos, no debieron haber sido sorpresa. Tampoco debe asombrar que varios países autoritarios, liderados por Rusia y China, se hayan vuelto más asertivos en el plano internacional.
También son las personas las que hacen que una institución funcione o no. Son las personas las que, en el ejercicio del poder, implementan sus convicciones ideológicas, sean de izquierda, centro o derecha; y también son las personas que, por los rasgos de la personalidad que los define, tienden a controlarlo todo, incursionando en las esferas de los otros poderes del Estado con los consecuentes elevados niveles de autoritarismo, en perjuicio del balance democrático que debería prevalecer.
Las mejores condiciones para una democracia funcional, con un razonable nivel de entendimiento social y trabajo conjunto, son la voluntad de una nación en lograr objetivos comunes mediante políticas públicas con miras al interés público y social, bajo una estructura gubernamental eficaz. En su desempeño, una democracia funcional tomaría en cuenta las necesidades de las minorías y promovería la identidad del país sobre la base de su diversidad. A contrario, las condiciones ideales para el desorden y el caos, son la polarización y el dogmatismo, el privilegio y la impunidad. Estos elementos dan pie a la autocracia y a las políticas de intimidación que militan contra un régimen democrático, constructivo y eficaz.
En el paisaje internacional, los países desarrollados e influyentes globalmente y que mantienen una saludable democracia funcional, son los mejores contribuyentes para que, con el resto del mundo, se afiancen condiciones firmes para el desarrollo, la ampliación de las relaciones comerciales internacionales, promoción de inversiones y generación de condiciones de estabilidad interna e internacionales. La llegada a la Presidencia de Joseph R. Biden, augura el re-encausamiento de los valores democráticos que han caracterizado históricamente a Estados Unidos, y es motivo de aliento para contribuir a robustecer las condiciones globales favorables.
La democracia es frágil ante la polarización ideológica y los caudillos dogmáticos; así como lo es también ante los rendimientos disminuidos que provocan condiciones adversas de corte financiero o económico global. En todo caso, el electorado tiene una gran responsabilidad en definir el futuro de su país. La tarea final cae sobre sus hombros, así como las consecuencias de sus propias decisiones.
