Por: Víctor Hugo Álvarez
Tegucigalpa.- La Semana Santa es un tiempo que pese a los distractivos vacacionales, éxodo, sol y playa, en algún momento nos obliga a reflexionar o al menos pensar en el hombre cuyo nacimiento partió la historia y cuya vida y muerte siempre es un aldabonazo que nos estremece por la crueldad de su martirio, por el juicio amañado a que fue sometido y por los vejámenes recibidos.
En la vida de Jesús, el Nazareno, se conjugan todas nuestras realidades: Fue acusado de sedición, de soliviantar al pueblo, de estar contra el imperio de su época, de violentar la ley y lo peor , de querer destruir el templo, centro de poder y económico de la casta sacerdotal judía.
En cambio su actuar no fue ese, porque demostró su amor infinito hacia quienes más necesitaban de solidaridad. Curaba males de nacimiento, defendía a quienes eran acusados y señalados injustamente y anunciaba una era distinta de paz, justicia y fraternidad.
Sus palabras en varias ocasiones no fueron dulces ni tampoco algunas de sus acciones, porque indignado no vaciló en sacar a los mercaderes del templo, eso dolió mucho a los sumos sacerdotes porque “afectaba” una de las fuentes de su poder económico. Llamó a los fariseos, hipócritas, raza de víboras, sepulcros blanqueados y a su autoridad nativa, el complaciente Herodes, le dijo zorro.
Inculturizado el cristianismo en nuestro pueblo, se nos enseñó únicamente lo espectacular de los milagros y el doloroso suplicio a que fue sometido. Hoy poco a poco los hondureños vamos comprendiendo la totalidad del mensaje de Jesús y su opción por los pobres y los que más sufren, por los excluidos y aquellos que eran expulsados de la sociedad de su tiempo por ser leprosos, tomando esto como impureza, como castigo divino.
Esa sociedad en la que Jesús vivió, no es ajena a lo que vive la nuestra dos mil años después. Negar que en Honduras hay exclusión, que la ley se aplica de acuerdo a las conveniencias, que se aplaude la migración porque genera remesas y hay indiferencia ante las micro y medianas empresas, es repetir los hechos.
No hubo ningún indicio de compasión para quitarle la vida al Nazareno, como hoy no la hay para acabar con la existencia de jóvenes, de mujeres, de hombres, sin que se sepa quién los mató o quienes los mandaron a matar.
Nuestra zozobra es como la de los apóstoles que se encerraron acorralados por el miedo, así se observa en nuestros barrios y colonias, en nuestras comunidades. Ese temor obliga a muchos a actuar como Pedro, el mejor amigo de Jesús y negar que conozcan las causas de las dolorosas situaciones que vive el país.
También Pilatos tuvo miedo de perder su poder si no condenaba al Hijo del Hombre, pero en conciencia afirma: “no encuentro nada en este hombre”, el Procónsul sabía que la poderosa casta sacerdotal era capaz de chismearlo ante Roma, pero también los sumos sacerdotes miran el peligro ante sus ojos: Perder su autoridad y sus ganancias fabricadas en el nombre de Dios.
Hoy hay una sórdida lucha por retener el poder y todos los esfuerzos se encarrilan hacia esa aspiración. Así se cooptan todos los esfuerzos contrarios a ese propósito y se unifican los poderes en torno a una sola pretensión.
Jesús sigue caminando con su cruz a cuestas, los pobres lo acompañan, pesa sobre ellos la muerte y sus compañeras de viaje; las enfermedades, la pobreza y la exclusión. Pero también pesa la indiferencia.
La muerte en Honduras asumió carta de ciudadanía, no se sabe nada de los asesinos de Berta Cáceres, solo se conoce de reuniones cerradas con el Cuerpo Diplomático para informarles de los “avances”, los cuales no se asoman por el horizonte. ¿Porque no hacerlos públicos?
¿Y los demás anónimos que esperan en el sepulcro el día en que se sepa con certeza quien los mató?
Jesús camina con su cruz por los senderos de Honduras, es crucificado a diario cuando un niño con hambre pide pan. Su caminar es lento, cae y se levanta y sigue hacia el Gólgota donde lo esperan los anáses y caífases modernos para reírse hasta de eso… de su muerte.
Pero en su festín se olvidan que Jesús resucitó. No lo vencieron y ese hecho se convirtió no en un símbolo, ícono o parámetro, sino que en una encarnación en su pueblo, en el líder de los pobres, de los excluidos y de los que sufren.
El ejemplo del Nazareno no debe verse desde el ángulo del sentimentalismo, sino desde la perspectiva del hombre que con su humildad y ejemplo nos dejó un legado eterno que debe provocar una metanoia constante del pueblo hondureño en la búsqueda de una mejor calidad de vida, de impartición de justicia, de honestidad y paz.