
Tegucigalpa. – La mentira —entendida como la comunicación deliberada de información falsa o engañosa— es una constante en la historia política. En períodos electorales, cuando están en juego el poder, la representación y el rumbo público, la mentira no sólo se convierte en una táctica, sino que puede transformar instituciones, comportamientos sociales y resultados electorales.
En toda democracia, el proceso electoral descansa sobre la base de un intercambio honesto de información entre candidatos y electores. Cuando esa base se quiebra, se debilita la legitimidad de los procesos, se crea desconfianza institucional y se fragmenta el tejido social.
La mentira electoral erosiona la confianza ciudadana, distorsiona el debate público y favorece la polarización. Los políticos suelen mentir impulsados por el afán de conservar o ganar poder, construir una imagen favorable y responder a presiones de grupos de interés.
Los monitoreos de desinformación realizados durante los comicios de 2023 y 2024 en siete países de la región, identificaron varias narrativas engañosas repetidas, como se detalla a continuación:
1) Supuesto fraude masivo: Muchos actores políticos y plataformas de mensajería difundieron que pequeñas irregularidades en mesas de votación o conteos provisionales eran prueba de un fraude organizado a gran escala. El expresidente Jair Bolsonaro, por ejemplo, insistió en denunciar adulteraciones en las urnas electrónicas brasileñas tras los comicios de 2018 y volvió a regar dudas en 2022, sin presentar evidencia sólida para sustentar sus afirmaciones.
2) Encuestas falsas: Cuentas anónimas en redes sociales y grupos de WhatsApp publicaron supuestos resultados de sondeos diseñados para sembrar desánimo o empujar a indecisos hacia uno u otro candidato. Estas “encuestas” carecían de metodología conocida y, en muchos casos, atribuían porcentajes irreales de intención de voto a figuras emergentes en Argentina, México y Colombia.
3) Frases falsamente atribuidas a candidatos: Se viralizaron comentarios y propuestas completas que nunca fueron pronunciadas por aspirantes. Bots y perfiles parodia compartieron capturas de pantalla con declaraciones incendiarias, confundiendo deliberadamente al electorado en Ecuador y El Salvador, donde la rapidez de la circulación dificultó su corrección oportuna.
4) Falso apoyo de celebridades: Perfiles clonados de famosos mostraban fotografías o videos en los que supuestamente respaldaban a tal o cual aspirante. En Paraguay y Colombia, esos montajes llegaron a ser compartidos por miles, construyendo la percepción de un respaldo masivo que luego los propios artistas tuvieron que desmentir públicamente.
5) Deepfakes y contenido generado con inteligencia artificial: Grupos digitales comenzaron a difundir videos y audios manipulados con herramientas de inteligencia artificial (IA) para simular a políticos aceptando sobornos, cometiendo abusos o admitiendo conspiraciones. Casos en Brasil y México mostraron rostros deformados o voces ligeramente adulteradas, complicando la identificación inmediata de la falsedad.
Esas mentiras no solo distorsionan la percepción de la realidad política, sino que erosionan la confianza en las instituciones y dificultan el debate público fundamentado. Fortalecer las iniciativas de verificación de datos y promover la alfabetización mediática, resultan pasos indispensables para contrarrestar este fenómeno.
¿Cuáles son los daños ocasionados por la mentira electoral? Entre los efectos de la mentira en el campo electoral se encuentran los siguientes:
1) Erosión de la confianza pública: La confianza es el pegamento de la democracia. Cuando los votantes descubren que candidatos o partidos han mentido, la confianza hacia esos actores disminuye; pero si la mentira es frecuente o sistemática, la desconfianza se extiende a las instituciones políticas en su conjunto (partidos, prensa, órganos electorales). La pérdida de confianza dificulta la cooperación ciudadana y el cumplimiento voluntario de normas cívicas.
2) Polarización y radicalización: Las mentiras dirigidas a movilizar bases (por ejemplo, narrativas que exageran amenazas o promesas simplistas) profundizan divisiones sociales. Al reforzar percepciones maniqueas (“ellos son enemigos”), aumentan la polarización y hacen más difícil el diálogo entre grupos con diferentes preferencias políticas.
3) Distorsión de la información y decisiones mal informadas: La mentira altera el flujo de información que los electores usan para tomar decisiones. Cuando se difunden datos falsos sobre política económica, seguridad o salud, los votantes pueden elegir basándose en diagnósticos equivocados, lo que conduce a mandatos públicos mal orientados y a políticas públicas inefectivas o contraproducentes.
4) Incentivos para campañas negativas y ciclo de represalias: Una mentira efectiva que no es sancionada genera incentivo para que otros la imiten. Esto desencadena una espiral en que la contienda se centra menos en propuestas y más en ataques y desinformación. A la larga, aumenta el cinismo electoral y puede bajar la calidad del debate público.
5) Reducción de la participación o voto protestatario: La desilusión por mentiras repetidas puede llevar a la abstención de votantes desencantados, afectando la representatividad del proceso. Alternativamente, puede generar voto de castigo o de ira, donde la elección responde más a emociones inmediatas que a evaluaciones racionales de políticas.
6) Debilitamiento del Estado de derecho y rendición de cuentas: Si la mentira se usa para ocultar corrupción o abusos, se obstaculiza la fiscalización. Cuando los mecanismos de control (prensa, órganos fiscalizadores, tribunales) son neutralizados o descréditos con mentiras, la rendición de cuentas se debilita y la impunidad aumenta.
7) Costos a largo plazo en capital social e institucional: Aunque una mentira puede dar resultados electorales a corto plazo, su repetición mina capital social —la red de confianza y normas compartidas— y socava la legitimidad de líderes y órganos que deberán gobernar después de las elecciones. Esto encarece la gobernabilidad y empeora la implementación de políticas.
¿Cuáles son las razones que llevan a los políticos a mentir? Entre las mismas están: a) Mentir puede aumentar las probabilidades de ganar votos. Ofertas atractivas y simplistas, promesas inviables o exageraciones de logros se emplean para captar electorado, incluso cuando el autor sabe que no serán cumplidas. b) Los políticos mienten para ocultar errores, fracasos o actos de corrupción. Negar o minimizar hechos reduce, temporalmente, el daño reputacional y las consecuencias legales o políticas. c) Las mentiras que apelan al miedo, a la identidad o a la victimización movilizan núcleos duros de apoyo. Este tipo de desinformación busca generar lealtad y participación intensa, aun a costa de la veracidad. d) En contextos competitivos, mentir puede ser una táctica ofensiva (difamar a un rival) o defensiva (contrarrestar una acusación). A veces se prefiere la mentira porque la verdad se percibe como políticamente menos rentable. e) No todas las mentiras son afirmaciones rotundas; frecuentemente los políticos usan ambigüedades deliberadas que permiten prometer sin asumir compromisos verificables. Esta “mentira por omisión” evita desmentidos directos. f) Intereses económicos o grupos de presión pueden inducir a mentir: promesas favorables, minimización de impactos negativos de políticas o desinformación sobre regulación pueden beneficiar a financiadores y aliados. g) En entornos donde la veracidad no se sanciona, mentir puede volverse norma. La repetición normaliza el engaño como una herramienta aceptable para la competencia política. h) A veces la mentira nace de simplificaciones intencionadas: presentar soluciones simplistas ante problemas complejos porque la narrativa simple es políticamente más vendible.
En resumen, la mentira en el campo electoral produce efectos dañinos: erosiona la confianza, polariza, distorsiona decisiones públicas y debilita la rendición de cuentas. Sus causas son múltiples —desde incentivos electorales hasta presiones externas y hábitos institucionales— y requieren respuestas igualmente variadas: leyes que penalicen la desinformación deliberada, medios y ciudadanía con mejores capacidades de verificación, transparencia fiscal y administrativa, educación cívica y sanciones políticas claras (pérdida de credibilidad, investigaciones independientes).
Combatir la mentira no implica eliminar la polémica ni la exageración retórica; implica reconstruir señales de responsabilidad y hacer costosa, política y legalmente, la difusión deliberada de falsedades. En última instancia, la salud democrática depende tanto de incentivos institucionales como de la decisión colectiva de valorar la verdad como requisito para la toma de decisiones públicas.