
Desde que las iglesias católica y evangélica, a través de sus principales liderazgos, anunciaron la celebración el próximo sábado 16 de agosto de una jornada de oración, fe y reflexión en defensa de la democracia y la exigencia de elecciones libres, transparentes y justas, hemos presenciado una campaña sistemática de vejámenes, ataques, insultos y estigmatización en contra de las iglesias y sus líderes, proveniente de funcionarios y voceros a sueldo del partido en el Gobierno.
El gobierno y su candidata presidencial han pretendido deslegitimar y restarle fuerza a la convocatoria de las iglesias acusando al cardenal Óscar Andrés Rodríguez y al liderazgo católico y evangélico de haber avalado el golpe de Estado de 2009 y de ser aliados de la “oligarquía fascista”, representada, según su recurrente narrativa, por “las 10 familias y los 25 grupos económicos” que, a su juicio, controlan el país.
Para el oficialismo, el verdadero objetivo de la caminata ecuménica es político. Sin embargo, la convocatoria de las iglesias no obedece a un interés partidario, como insisten en hacer ver el Gobierno y la candidata presidencial Rixi Moncada, sino a un sentir ciudadano que ha surgido de las propias comunidades de fe.
Pastores y sacerdotes han escuchado el clamor de un pueblo preocupado por el acelerado deterioro de las libertades y los derechos fundamentales, así como por el riesgo de un proceso electoral manipulado que podría llevar al país hacia un modelo de corte autoritario como los de Venezuela, Cuba y Nicaragua, regímenes abiertamente admirados por la cúpula de Libre.
La marcha de las iglesias ha cobrado tal relevancia nacional e internacional que incluso el Vaticano, a través de su principal agencia de noticias, la destacó como un hecho histórico sin precedentes: la unión de las dos principales confesiones de fe en Honduras con el propósito común de defender la democracia.
La Santa Sede subrayó que esta movilización pacífica es un signo de esperanza para el país y un mundo cada vez más violento y polarizado, un testimonio de que la fe puede convertirse en motor de cambio social y político, y un llamado a la justicia, la reconciliación y la unidad de las familias hondureñas.
En el contexto nacional, esta jornada representa mucho más que una manifestación religiosa. Es una oportunidad para reavivar la conciencia cívica y enviar un mensaje inequívoco a la clase política en el sentido de cumplir con las demandas ciudadanas en materia de combate a la corrupción, generar políticas de empleo y desarrollo, fortalecer los sistemas de salud y educación, garantizar la seguridad ciudadana y, sobre todo, impulsar reformas políticas y electorales que devuelvan independencia y credibilidad a instituciones como el Ministerio Público, el Congreso Nacional, la Corte Suprema de Justicia y el Consejo Nacional Electoral (CNE).
El temor de Libre a esta movilización que es motivo de recurrentes ataques del oficialismo radica precisamente en que la misma sea el despertar de una ciudadanía históricamente apática, que hasta ahora ha permanecido en silencio ante los abusos de la clase gobernante, pero que hoy está dispuesta a defender sus derechos, su Constitución y su democracia frente a cualquier intento de manipulación o autoritarismo.
Es importante señalar que en Honduras, las iglesias católica y evangélica representan a más del 85% de la población hondureña, constituyéndose en las instituciones o confesiones de fe con mayor influencia moral y social del país y una de las más creíbles de la sociedad por encima de otras instituciones públicas.
La Iglesia Católica, con más de cinco siglos de presencia histórica, mantiene una estructura territorial sólida con parroquias, diócesis y movimientos pastorales que abarcan cada rincón del país.
Por su parte, las iglesias evangélicas han experimentado un crecimiento acelerado en las últimas décadas, consolidándose en barrios, aldeas y comunidades rurales con un fuerte trabajo social, educativo y de apoyo espiritual. Se estima que más del 47% de la población, es decir, 4.7 millones de hondureños son evangélicos.
Juntas, ambas confesiones no solo representan la fe mayoritaria del pueblo hondureño, sino que también funcionan como una voz de conciencia y guía moral, influyendo en la opinión pública y en la defensa de valores como la justicia, la libertad, la familia y la democracia.
De tal manera, que asistir a la marcha del 16 de agosto es respaldar la voz de la mayoría del pueblo hondureño, representada por las iglesias católica y evangélica, que juntas reúnen a más del 85% de los creyentes del país.
Esta jornada será más que un recorrido por las calles, será un grito pacífico de esperanza, fe y libertad. Es la oportunidad para que cada hondureño demuestre que el país no pertenece a unos pocos que pretenden imponernos un modelo ideológico fracasado, sino a un pueblo que cree en Dios, en la justicia y en su derecho a vivir en paz y en democracia.
Caminar junto a nuestras iglesias es levantar la voz por nuestros hijos, por nuestras familias y por el futuro de Honduras.
En un momento en que el oficialismo busca intimidar, dividir y desacreditar, la presencia masiva de la ciudadanía será la respuesta más contundente.
Honduras está despierta, unida y de pie. Este 16 de agosto, que el mundo vea que la fe de un pueblo puede más que el miedo y que los hondureños estamos dispuestos a defender la democracia, las libertades y la justicia social.
Cada ciudadano que se sume estará diciendo con su presencia que Honduras no se rinde, que la fuerza espiritual de su gente está por encima del miedo, la intimidación y los ataques de quienes pretenden atemorizarnos y someternos a su modelo autoritario.