
Honduras celebró elecciones el pasado 30 de noviembre y los hondureños volvieron a dar una demostración ejemplar de vocación democrática. La ciudadanía acudió masivamente a las urnas, soportó con paciencia los retrasos en algunas Juntas Receptoras de Votos, formó largas filas, ejerció el sufragio y regresó a casa con la satisfacción del deber cumplido.
Durante la jornada electoral no se registraron incidentes graves de violencia política, pese a los rumores, advertencias y amenazas de terrorismo que circularon en redes sociales días antes. El pueblo cumplió su papel con serenidad y madurez cívica.
Sin embargo, ese comportamiento impecable de más de tres millones de hondureños ha sido opacado no por la ciudadanía, sino por los hechos posteriores atribuibles a la dirigencia política.
El retraso en el procesamiento de actas, las fallas deliberadas del Sistema de Transmisión de Resultados Preliminares (TREP), que llegó a estar caído por más de 48 horas; los llamados del oficialismo a desconocer los resultados; y las denuncias de fraude de quienes no fueron favorecidos, han sumido al país en una nueva crisis.
Los resultados fueron contundentes: el oficialismo apenas obtuvo el 20% del apoyo del electorado. Rixi Moncada quedó relegada a un humillante tercer lugar, mientras Salvador Nasralla y Nasry Asfura se disputan voto a voto la presidencia de la República.
Al momento de escribir estas líneas, la moneda aún estaba en el aire y el Consejo Nacional Electoral se preparaba para el escrutinio especial que definiría al ganador.
La espera ha sido larga y desgastante para un pueblo que esperaba cerrar el año con un nuevo gobierno electo y la tranquilidad de la normalidad democrática. Lamentablemente, no ha sido así. La incertidumbre ha sido aprovechada por el partido de gobierno, que se resiste a abandonar el poder y está recurriendo a sus viejas tácticas de generar caos y anarquía.
Los llamados del coordinador de Libre, Manuel Zelaya, a que sus colectivos tomen las bodegas del CNE, donde se resguardan actas, urnas y material electoral, sumados a las declaraciones públicas de la presidenta Xiomara Castro desconociendo los resultados adversos, dibujan un escenario sumamente delicado.
El riesgo de una ruptura del orden constitucional, provocado desde el propio gobierno para perpetuarse en el poder, no puede ser ignorado. Debe generar la alarma nacional e internacional para atajar cualquier intento de subvertir el orden constitucional e instaurar un gobierno ilegal y antidemocrático.
Si Honduras logra superar esta crisis inducida desde el oficialismo y finalmente se emite la declaratoria del CNE, será indispensable levantar la mirada hacia algo más profundo: la urgente necesidad de impulsar una reforma electoral integral. No podemos permitir que cada cuatro años la institucionalidad sea secuestrada por el partido que detenta el poder.
Ha llegado el momento de obligar a la clase política a asumir responsabilidades históricas: transformar el CNE en un ente verdaderamente técnico e independiente, libre del control de los tres partidos tradicionales; implementar la segunda vuelta y el balotaje como mecanismo de legitimidad; ciudadanizar las Juntas Receptoras de Votos; e incorporar nuevos actores democráticos en la administración electoral.
Sin reformas estructurales no habrá estabilidad ni confianza. Honduras merece procesos electorales que respeten la voluntad popular sin manipulación, sin amenazas y sin la sombra del autoritarismo. Lo que está en juego no es una presidencia: es el futuro de nuestra democracia.
Para lograr ese objetivo necesitamos dar vuelta a la página y dejar atrás estos cuatro años de abuso y autoritarismo del partido Libre, y comenzar a dar los pasos hacia un verdadero sistema electoral que respete la voluntad popular y permita elegir gobiernos que respondan a las urgentes necesidades del pueblo hondureño, y no que lleguen únicamente a enriquecer a una vieja y decadente casta política.
El poder está en nuestras manos, y lo demostramos en las últimas dos elecciones, en las cuales castigamos con nuestro voto a quienes prometieron cambios pero entregaron corrupción, abuso y autoritarismo. El mensaje del pueblo ha sido contundente: si un nuevo gobierno llega con los mismos vicios de sus antecesores, en cuatro años recibirá la misma factura.






