Tegucigalpa. – En escenarios políticos en los que confluyen diversos y numerosos actores organizados, ya sea grandes o pequeños partidos, la unidad de las fuerzas opositoras, además de ser una condición indispensable para la derrota del partido gobernante, se torna, con demasiada frecuencia, una meta esquiva y escurridiza.
No es fácil concertar espacios de confluencia y acción conjunta entre actores tan diversos, con intereses divergentes y ambiciones individuales. Se requiere mucha habilidad, buena dosis de paciencia y, sobre todo, férrea voluntad de perseverancia y convencimiento.
La unidad de los opositores casi siempre ha sido el factor clave para los triunfos de la oposición. Los ejemplos sobran en la historia política de la humanidad. Los llamados “Frentes Populares”, antes e inmediatamente después de la segunda guerra mundial, permitieron a las fuerzas de izquierda posicionarse como elementos clave en la política europea, especialmente en Francia e Italia. Su desunión, en cambio, facilitó el camino para las fuerzas nazi/fascistas en todo el continente. Aquí en nuestra América, el ejemplo de la Unidad Popular en Chile abrió el camino para la victoria del perseverante Salvador Allende, mientras que su posterior dispersión y lucha interna pavimentó en buena medida el camino sangriento hacia el golpe de Estado de septiembre de 1973 y el inicio de la dictadura de Augusto Pinochet. Y si queremos ejemplos más cercanos, veamos lo que pasó en Nicaragua. El 26 de marzo del año 1979, las tres facciones en que se había dividido el Frente Sandinista se vieron forzadas a suscribir un pacto de unidad que, sin duda alguna, incrementó el poderío bélico de los guerrilleros y aceleró la caída y desesperada fuga de Anastasio Somoza en la madrugada del día 17 de julio de ese mismo año. Luego, la división de los sandinistas los llevó a perder las elecciones frente a Violeta Chamorro en 1990 y a la posterior desintegración ética y dispersión ideológica de sus filas.
Aquí en Honduras, guardando la prudencia de las comparaciones, la situación de las distintas fuerzas opositoras al régimen se advierte cada vez más como una condición ineludible para vencer en las urnas al régimen del señor Hernández. Pero concertar esa unidad no es ni será tarea fácil. Algunos que ayer promovían la unidad y demostraron en noviembre de 2017 que eran capaces de derrotar al régimen, hoy propugnan, sin decirlo, la dispersión de las fuerzas y la división en las bases. El ego personal, desorbitado y sin límites, sustituye cada día la racionalidad del esfuerzo común y la acción concertada de la oposición. Perversa dialéctica esa que reconvierte a los antiguos factores de unidad en los actuales heraldos de la división y el fraccionamiento.
Si los dirigentes no son capaces de articular una alianza válida, que aglutine a los sectores más representativos de la oposición, la derrota del gobierno seguirá siendo una quimera. El cambio, que Honduras necesita cada vez con más urgencia y profundidad, quedará distante, lejos de la realidad, envuelto en la bruma de una utopía tan confusa como inalcanzable. El país, fatigado en sus energías vitales después de la pandemia, no podrá enfrentar con alguna posibilidad de éxito los retos y desafíos que ya se perfilan en el horizonte.
Entiendo que la articulación de una plataforma unitaria es una tarea difícil, pero también entiendo que no es imposible. La política, ya se sabe, es y sigue siendo el arte de lo posible. Lo primero es abrir y mantener abiertas las ventanas del diálogo, saber distinguir entre lo principal y lo subalterno, entre las contradicciones principales y las que son coyunturales o pasajeras, entre la estrategia y la táctica, entre la ambición individual y el objetivo común de la empresa, en fin… entre el enemigo y el adversario.
Hay que diseñar una plataforma común de coincidencias para, sobre esa base, construir los consensos mínimos que luego permitirán alcanzar los acuerdos básicos. Honduras lo necesita.