
Hubo un tiempo en que la palabra fue trinchera, memoria y porvenir. El discurso insurgente emergió como antorcha frente al abuso, para nombrar al adversario, para movilizar desde los márgenes. Fue herramienta de justicia, fue llamado a la resistencia. Pero el problema comienza cuando esa palabra deja de ser instrumento de transformación y se convierte en dispositivo de exclusión total. Cuando muta en dogma, en cruzada, en eco que solo se escucha a sí mismo, entonces deja de convocar y empieza a devorar.
Eso ha ocurrido con la narrativa encarnada por Rixi Moncada, y los resultados de las elecciones del 30 de noviembre son la prueba más brutal de su efecto: aislamiento político, derrota institucional, pérdida de poder simbólico y desconexión con ese centro social que alguna vez simpatizó con la promesa transformadora del partido Libre. No se trata de subestimar sus aportes históricos ni de negar la legitimidad de sus convicciones. Se trata de comprender que cuando el lenguaje se radicaliza más allá del sentido, se vuelve improductivo y, lo que es peor, regresivo.
El discurso que ella representa comenzó como fuego que iluminaba los abusos de siempre. Pero al dejar de alumbrar y convertirse en incendio, terminó calcificando toda posibilidad de diálogo. En lugar de tender puentes, levantó trincheras. En vez de interpretar el malestar ciudadano, lo encapsuló en categorías reduccionistas: enemigos, traidores, cúpulas podridas, neoliberales vendidos. Palabras que acaso funcionaron en tiempos de calle y protesta, pero que hoy, ante una ciudadanía plural, diversa y escéptica, ya no inspiran: incomodan, asustan o hastían.
No se trata de renunciar al conflicto político —que es inevitable y muchas veces necesario— sino de evitar que ese conflicto devenga negación de la diferencia. La narrativa de Rixi no evolucionó. No transitó del grito a la propuesta, del reclamo a la arquitectura institucional. Se volvió monocorde. Y esa monotonía la volvió invisible ante un electorado que exige algo más que indignación.
Este fenómeno no es exclusivo de Honduras. En Francia, Jean-Luc Mélenchon se marginó del centro político y quedó atrapado en su propio laberinto ideológico. En Argentina, el discurso de confrontación permanente allanó el camino al populismo libertario de Milei. En Ecuador, el correísmo no entendió que el país ya no responde a retóricas binarias, sino a soluciones concretas. En todos estos casos, el resultado es el mismo: cuando los actores del cambio prefieren la consigna al diálogo, pierden el poder real.
En el caso hondureño, el daño ha sido doble. Porque Rixi no solo perdió la oportunidad de convocar al centro social, sino que además deslegitimó el instrumento más sensible de la democracia: el proceso electoral. Su figura, al frente de varias instituciones y como jefa real aun después de su salida formal, terminó asociada al caos, a la sospecha, a la confrontación interminable. Y cuando las instituciones llamadas a generar confianza se convierten en escenarios de ruido, la democracia se ahoga en su propia marea.
Lo más grave es que este tipo de discurso, lejos de debilitar al adversario, fortalece sus posibilidades. En política, quien ocupa el centro emocional del país define las coordenadas. Y hoy, la narrativa radical ya no emociona, ni persuade, ni organiza. Solo polariza. Solo grita. Solo aísla.
Honduras no puede seguir hablando en tonos de guerra. No puede seguir desconfiando de toda forma institucional que no se pliegue a la retórica oficialista. El país necesita acuerdos. Necesita palabras que unan. Necesita liderazgos que sepan cuándo callar, cuándo ceder, cuándo construir. La derrota no fue solo electoral. Fue simbólica, discursiva, generacional.
Rixi fue una voz clave en el ascenso del nuevo poder. Pero su negativa a matizar, a dialogar, a construir consenso, terminó por convertir esa voz en un eco. Y cuando un eco es lo único que se escucha, la política se vuelve un cuarto vacío.






