Casas en el piso o con paredes derrumbadas, carreteras agrietadas, decenas de tiendas de campaña y autos de rescate, junto con el sonido de helicópteros que sobrevuelan la zona, son ahora el paisaje común en lo que fuera hasta hace tres días una apacible área llena de árboles y pequeños poblados rurales apenas a unos 60 kilómetros de San José.
La tierra se movió violentamente durante 20 segundos el pasado jueves: 6,2 grados en la escala de Richter que cambiaron de repente la vida de miles de personas, quienes ahora buscan cómo reconstruir algo de lo que hasta hace muy poco era una tranquila existencia rural.
En medio de la agitación de las labores de rescate, de la aparición diaria de nuevas víctimas o heridos y de las carencias por los cortes en servicios básicos como agua y electricidad, la mayoría de los damnificados no pierden la esperanza ni la sonrisa.
Aunque debieron cambiar sus casas, o lo que quedó de ellas, por tiendas de campaña en plazas y parques, los niños en los campamentos juegan improvisados partidos de fútbol mientras los adultos ayudan a funcionarios de la Cruz Roja y la Comisión Nacional de Emergencias (CNE) a repartir los alimentos y suministros que no paran de llegar desde el resto del país.
En un recorrido por las localidades de Poás y Vara Blanca, algunas de las más afectadas por el terremoto, Acan-Efe pudo observar cómo lo que antes era una concurrida vía turística hacia el volcán Poás, el Parque Nacional más visitado de Costa Rica, es ahora un camino lleno de ambulancias, cuadraciclos y vehículos oficiales que se desplazan constantemente para brindar auxilio.
Los pequeños y típicos restaurantes al lado del camino están cerrados, las casas que aún están en pie vacías, las calles agrietadas y ocupadas por maquinaria pesada que trata de habilitar el paso hacia las áreas donde el desastre fue mayor removiendo toneladas de tierra y árboles que se desplomaron con el sismo.
La historia en los campamentos se repite una y otra vez. Personas que estaban en sus casas o carreteras y de repente empezaron a sentir la tierra moviéndose bajo sus pies para luego darse cuenta de que trozos de pared o montañas y árboles se derrumbaban sobre ellos.
La mayoría de los rescatados llegaron a los albergues el viernes o sábado, luego de haber pasado la noche en sitios aislados o hasta atrapados en trechos de carreteras destruidas. Muchos de ellos aseguran haber visto a otras personas morir.
«El día del terremoto estaba sembrando fresas. El movimiento fue tan fuerte que no pude ponerme de pie», cuenta Arturo Carmona, un agricultor con 17 años de vivir en Vara Blanca, quien vio la casa de sus vecinos derrumbarse.
«Eran dos muchachos, uno de 20 y otro de 13. Ellos son amigos y estaban hablando en la casa y quedaron sepultados, no pude hacer nada», expresa con dolor.
A pesar de sus graves problemas, los mismos afectados son quienes se encargan de ayudar a otros.
Ariel Gurdían, de 25 años y cuya casa en Poás quedó inhabitable, no paraba de ordenar las prendas que llegaban para los albergados en la localidad de Fraijanes, a pesar de que su esposa sufrió fracturas por el terremoto y ahora se encontraba junto a su hija en casa de su suegra.
«Es difícil explicar por qué estoy aquí pero mucha gente ocupa (necesita) más ayuda que yo», afirmó.
Las escenas desgarradoras, como la instalación de una morgue provisional en una pequeña escuela para poder identificar más fácilmente los cadáveres que poco a poco se rescatan de debajo de los derrumbes, se mezclan con los rostros incansables de cientos de personas que ahora tratan de empezar de cero.
En la televisión local una mujer solicitaba trabajo para su esposo, un lechero de profesión que perdió sus vacas bajo toneladas de tierra.
El último recuento de la Cruz Roja señalaba 20 víctimas mortales, 46 desaparecidos, 2.089 personas refugiadas en 16 albergues y más de 1.400 que califica de aisladas, pero que en su gran mayoría se niegan a salir de pequeños poblados en las montañas por temor a perder las pocas pertenencias que rescataron y reciben ayuda.