Amy Goodman, con la colaboración de Denis Moynihan
En su épico libro ganador del Premio Pulitzer “Los Cañones de Agosto”, la historiadora Barbara Tuchman relata cómo comenzó la Primera Guerra Mundial en 1914 y cómo la beligerancia, la vanidad y las políticas mediocres de líderes poderosos llevaron a millones de personas a una muerte sangrienta durante ese conflicto de cuatro años. Antes de que la gente se diera cuenta de que las guerras debían numerarse, a la Primera Guerra Mundial se la llamaba “La Gran Guerra” o “La Guerra que Pondrá Fin a Todas las Guerras”, lo cual no sucedió.
Se trató de la primera guerra moderna, con matanzas masivas y tropas mecanizadas en tierra, mar y aire. Podemos mirar esa guerra en retrospectiva, hoy, a 100 años de su comienzo, como a través de un espejo distante. El reflejo de la situación en la que nos encontramos hoy luce desalentador visto desde el país más bélico de la historia de la humanidad, Estados Unidos.
Durante los primeros años del siglo XX, los líderes de los países de Europa tejieron una red de alianzas mediante tratados por los que cada país se obligaba a actuar militarmente en defensa de otro en caso de guerra. Cuando el hijo del emperador austríaco, el Archiduque Francisco Fernando, se encontraba de visita en Sarajevo el 28 de junio de 1914, Gavrilo Princip, un nacionalista serbio de diecinueve años de edad, lo asesinó. Como relata Barbara Tuchman en su libro publicado en 1962, el Imperio austrohúngaro atacó a Serbia, lo cual desató una reacción en cadena, que implicó el involucramiento de Rusia, Francia, Bélgica y Gran Bretaña en la guerra contra el Imperio austrohúngaro, Alemania y el Imperio otomano.
Tras fracasar los planes de guerra de las distintas potencias, se inició un período de despiadada guerra de trincheras durante el cual millones de personas perdieron sus vidas bajo el incesante fuego de morteros, ametralladoras, gas mostaza y modernos aviones equipados con ametralladoras y bombas. Se estima que a lo largo de la guerra habrían muerto unos 9.700.000 soldados y 6.800.000 civiles.
¿Qué hemos aprendido del desastre de la Primera Guerra Mundial… si es que hemos aprendido algo? Pensemos en Gaza o en Ferguson, Missouri. Después de los casi 50 días de bombardeos sobre Gaza, por parte de un ejército israelí equipado con las armas más sofisticadas y mortíferas financiadas por Estados Unidos, las autoridades sanitarias de Gaza ubican la cifra de palestinos fallecidos en 2.139, de los cuales más de 490 son niños. Israel reportó 64 soldados fallecidos a consecuencia de su invasión terrestre en Gaza, así como la muerte de seis civiles. La angosta Franja de Gaza es uno de los lugares más densamente poblados de la Tierra y se encuentra sometida a un implacable sitio impuesto por Israel. Actualmente es una pila de escombros en la que las personas hurgan en busca de los cuerpos de sus seres queridos.
En Estados Unidos, la violencia de la policía en Ferguson, Missouri, suscitó manifestaciones y un debate a nivel nacional luego de que el agente Darren Wilson disparara y causara la muerte al adolescente afroestadounidense desarmado Michael Brown, pocos días antes de que éste ingresara a la universidad. El pequeño barrio de Ferguson, en St. Louis, cuenta con una fuerza policial altamente militarizada, con chalecos antibalas, vehículos blindados y armas automáticas. No es una casualidad que las imágenes de Ferguson sean similares a las de las calles de Bagdad o Kabul. El ejército estadounidense tiene un programa por el cual distribuye el excedente de material bélico entre fuerzas policiales municipales. Resulta menos oneroso para un Pentágono justo de presupuesto deshacerse de la artillería pesada que ya no desea y pasársela a la policía local en lugar de mantener un monumental arsenal de material en desuso. Pero, ¿para qué necesita armas de guerra nuestra policía?
Según el Instituto Internacional de Estudios para la Paz de Estocolmo (SIPRI, por sus siglas en inglés), Estados Unidos gastó en armamento militar 640 mil millones de dólares en 2013, poco más de un tercio del total mundial, que asciende a 1,7 millones de millones de dólares. El aumento del gasto en armamento por parte de otros países, principalmente China y Rusia, indica que no están conformes con el hecho de que Estados Unidos sea la única superpotencia mundial.
¿A dónde nos llevan esos millones y millones de dólares invertidos en armas? En pocas palabras: a la guerra. Gaza es solamente uno de los tantos ejemplos. La guerra civil en Siria atraviesa su tercer año y lleva ya más de 200.000 personas fallecidas. El grupo de combatientes islámicos conocido como ISIS ha tomado el control de extensas zonas de Siria e Irak. Su éxito cruel constituye otro ejemplo de lo que salió mal tras la desastrosa invasión y ocupación de Irak por parte de Estados Unidos y se ha visto enardecido además por la ira generada ante la devastación que Israel deja a su paso en Gaza. La Libia “liberada” por los ataques aéreos de la OTAN se encuentra en un estado de violenta anarquía. Siguen estallando conflictos, de los que prácticamente no se informa, en Sudán del Sur y en los lugares en los que, tal como informa Jeremy Scahill en su libro “Dirty Wars”, Estados Unidos sigue librando aún sus “guerras sucias”, por ejemplo Yemen, Somalia y Afganistán. La violencia se ha incrementado también en Ucrania, donde, según Naciones Unidas, han fallecido 1.200 personas a causa del conflicto armado, tomando en cuenta tan sólo el mes pasado.
Los millones de personas que murieron en vano durante la Primera Guerra Mundial han sido mayormente olvidadas un siglo después. Próximo a cumplirse el 50 aniversario de aquella guerra, Barbara Tuchman finalizó “Los Cañones de Agosto” con estas palabras: “Los países se vieron acorralados en una trampa… una trampa de la que no hubo y no ha habido salida». Sin embargo, existe una fuerza más poderosa que la de los gobiernos de todos esos países: el poder de la gente que en todas partes dice “no”. La guerra no es la respuesta a los conflictos en el siglo XXI.