
Lo de Siguatepeque no fue una simple asamblea partidaria; fue algo mucho más viejo y reconocible: un rito de clan. Libre llegó herido a hacerse una pregunta que parecía inevitable —¿por qué perdimos?— y salió de ahí con otra respuesta: no perdimos nosotros, perdió el pueblo engañado; y el partido sigue siendo de los mismos de siempre. La escena es casi antropológica: el grupo dirigente se sienta en círculo, invoca a la resistencia, nombra enemigos externos, reafirma lealtades internas y reparte culpas hacia afuera con una precisión impecable. Todo menos algo: mirarse al espejo.
En teoría, una derrota electoral como la del 30 de noviembre debería abrir una grieta para la autocrítica. Un 19.29 % frente a más del 40 % de Asfura y casi 40 % de Nasralla no es un tropiezo; es un portazo en la cara. Pero en Siguatepeque el mensaje fue otro: los números se aceptan, la realidad no. Se reconoce el resultado, pero se niega su legitimidad. La fórmula es elegante: sí, perdimos, pero no porque el electorado nos rechazó, sino porque el imperio, el narco estado, las maras, los medios, las telefónicas y hasta los mensajes a las remesas conspiraron contra nosotros. Es la consagración de una lógica que en política es adictiva: si el mundo entero conspira contra ti, nunca tienes culpa de nada.
El papel de Rixi Moncada en ese guion es revelador. Hay candidatos que después de perder salen a decir: “me equivoqué aquí, aquí y aquí; aprendí esto, fallé en aquello”. Ella no. Rixi se presenta como alguien que perdona a quienes no la apoyaron, como quien otorga indulgencia desde un peldaño moral superior. Reivindica los 700 mil votos como un gran capital político —que lo son—, pero no como evidencia de un techo bajo frente a una sociedad que, sencillamente, no la quiso como presidenta.
Y entonces suelta la frase que delata más que cualquier análisis: a los que dentro de Libre le reprocharon un discurso demasiado duro, les dice que se vayan al Partido Nacional o al Liberal. No “revisemos el tono”, no “veamos qué no funcionó”, no “escuchemos a las bases que discrepan”. No: puerta de salida.
Ahí asoma algo que ya no es solo ideológico, sino de personalidad política: una incapacidad profunda para admitir que ella misma, su estilo, su narrativa, su dureza, pudieron haber sido parte del problema. Una candidata que se ve a sí misma como incorruptible, atacada por un sistema que le teme, traicionada por un pueblo coaccionado, difícilmente podrá aceptar que la ciudadanía, aun sin amenazas ni cadenas mediáticas, pueda haberla encontrado poco convincente. Más cómodo es pensar que el mundo está equivocado.
Del otro lado, Manuel Zelaya no habla como líder de una fuerza que necesita renovarse, sino como dueño registral de Libre. Él ordena, interpela, advierte, reprende. Le exige al consejero electoral Marlon Ochoa que no se “preste” a firmar una declaratoria de resultados, aunque su función institucional sea precisamente esa. Y la asamblea responde con un “Nooooo” rotundo cuando se les pregunta si autorizan al mismo consejero a cumplir su rol.
Es un momento políticamente grave, disfrazado de épica: un partido reclamando para sí la obediencia de un árbitro electoral, y ese árbitro declarándose “soldado del pueblo” y sometiéndose a la voluntad de una asamblea partidaria antes que a la ley.
Libre denuncia injerencia extranjera en las elecciones, pero normaliza la injerencia partidaria en las instituciones. Es una paradoja que ya forma parte de la fauna política hondureña: el mismo discurso que proclama “refundación” se acomoda muy bien cuando se trata de controlar aparatos y lealtades.
Desde el discurso, el truco es impecable. El pueblo es reivindicado como víctima perfecta:
el pueblo no se equivoca, el pueblo no traiciona, el pueblo vota, si vota mal, porque está amenazado, coaccionado, manipulado, precarizado. La idea de que un votante pueda, en condiciones más o menos libres, decir “no me convence esta propuesta, no confío en esta dirigencia, no quiero otro ciclo de improvisaciones” simplemente no cabe.
En términos antropológicos, Libre no habla del pueblo real, contradictorio, cambiante. Habla de un pueblo sagrado: una abstracción que siempre coincide, en esencia, con lo que la cúpula dice. Si el pueblo no vota por ellos, es porque fue engañado, nunca porque tenga razones propias para desconfiar. Es una narrativa útil para mantener cohesión; es pésima para entender el país.
La parte tecnopolítica, que podría haber sido un terreno fértil para un análisis serio, se queda reducida a una cadena de conspiraciones. Se mencionan mensajes masivos a celulares, amenazas ligadas a remesas, campañas en plataformas digitales, guerra psicológica.
Todo eso existe, claro. La pregunta adulta sería: ¿qué hicimos nosotros frente a eso?, ¿qué mensaje ofrecimos?, ¿cómo usamos nosotros la comunicación, las redes, la organización?,
¿cómo conectamos con las ansiedades reales de la gente?
En vez de preguntarse por su propia insuficiencia en la batalla comunicacional, Libre abraza un relato donde solo hay manipuladores y manipulados, ejecutores y víctimas. Una tecnopolítica entendida como maldición, no como campo estratégico.
Y mientras tanto, la estructura de clan se muestra sin pudor. Mel presenta, entre chiste y chiste, a Héctor Zelaya y a Xiomara Hortensia. La presidenta aparece por teléfono, reivindica sus cuatro años, evita responder a la pregunta de si se quedaría más allá del mandato si las bases se lo pidieran, se declara cumplida en la misión.
Lo que aparece envuelto en humor —el gordito que no se va, la banda que se entrega, Donald Trump como “ganador”— funciona como lo que es: ensayo de sucesión. El partido-familia sigue en escena. Cambiarán nombres, no la lógica de propiedad.
En lugar de preguntarse cómo democratizar el liderazgo, cómo abrir paso a otras voces, cómo oxigenar la conducción, la asamblea funciona como ritual para recordar quién manda, a quién se le debe lealtad y quién está en la fila de herederos. Libre dice querer destruir las castas políticas, pero se organiza como una de ellas.
La resolución de no otorgar “legitimidad política ni moral” al nuevo gobierno completa el cuadro. Es una jugada que les asegura un lugar cómodo en la narrativa, cualquiera sea el desenlace. Si el gobierno entrante lo hace mal, Libre podrá decir: “se los advertimos, era el narco estado restaurado por el imperio”. Si lo hace razonablemente bien en algún frente, se argumentará que fue gracias a la presión de la resistencia.
Al negarse a reconocer legitimidad, Libre se reserva el derecho de desentenderse de las reglas comunes del juego, pero manteniendo los beneficios de participar en él: Congreso, alcaldías, visibilidad, recursos simbólicos y organizativos. No es oposición institucional; es oposición que se auto atribuye una superioridad moral permanente.
Es el equivalente político a ser eternamente joven: nunca hacerse cargo del desgaste, de las contradicciones, del costo de haber gobernado.
Lo más llamativo de todo no es lo que se dijo, sino lo que no se pudo decir. En Siguatepeque no hubo espacio para una pregunta simple y adulta: ¿en qué falló Libre?
No hablo de la consigna genérica de “hubo fraude”, sino de la parte incómoda: ¿qué decisiones de gobierno desencantaron?, ¿qué mensajes desconectaron?, ¿qué conflictos internos desangraron al partido?, ¿qué estilo de liderazgo, qué tono, qué arrogancias y qué torpezas contribuyeron al resultado?
Rixi no puede pensarse como parte del problema, solo como víctima del sistema. La cúpula no puede verse como responsable de la derrota, sino como su intérprete privilegiada. La militancia no puede ser interpelada como sujeto autónomo, solo como pueblo engañado que hay que volver a educar y organizar.
En el papel, Libre sigue hablando de refundación, de Asamblea Nacional Constituyente, de socialismo democrático, de lucha antiimperialista. En la práctica, lo que mostró en Siguatepeque fue otra cosa: la capacidad extraordinaria de una élite para secuestrar una derrota, vaciarla de auto cuestionamiento y convertirla en combustible para sí misma. La asamblea no fue un ajuste de cuentas con la realidad, sino un ajuste del relato para que la realidad no los toque. El partido sale de ahí con más épica, más victimización y menos preguntas incómodas.
Es probable que esa estrategia mantenga encendida a la base más fiel. También es probable que aleje aún más a quienes ya empezaron a ver a Libre no como una esperanza traicionada desde afuera, sino como un proyecto que se ha vuelto incapaz de aprender.
Porque al final la pregunta no es si hubo injerencias, trampas, campañas sucias —eso en América Latina es casi paisaje—, sino otra más pedestre y más definitiva: ¿Libre quiere volver a gobernar Honduras, con todo lo que implica corregir, moderar, ampliar, revisar, o prefiere refugiarse para siempre en la épica confortable de una resistencia que nunca se equivoca?
Por ahora, después de Siguatepeque, la respuesta parece clara: la derrota se repartió entre el imperio, el narco estado y los enemigos de siempre.
En la cúpula de Libre, en cambio, nadie perdió. Y mientras nadie pierda adentro, es muy difícil que algo cambie afuera.






