Fue el mefistofélico y autócrata líder húngaro Viktor Orban, quien en 2010 acuñó el término iliberalismo para proponer una alternativa al, según su análisis, desastre que habría de resultar del experimento unionista que, desde 1999 se gestó en Europa occidental.
Desde entonces, los enemigos de la libertad han agregado a su acervo un vocablo más con que cual justificar su anhelo por sociedades esclavas de los prejuicios religiosos o ideológicos de sus líderes atrabiliarios y ponzoñosos como el propio Orban, Erdogan, Putín y más acá, Maduro, Díaz Canel, Ortega y también Bukele.
El falaz argumento del líder magiar se centra en que la democracia liberal, es decir, la libertad de prensa, los mercados flexibles y abiertos, la tolerancia e integración de las minorías y la independencia judicial, colocan a las sociedades un corsé que les impide, por su naturaleza, cumplir con los objetivos de llevar bienestar a las mayorías que les confían el poder a través de su voto.
El razonamiento resulta muy seductor para mentes débiles y de poca memoria. Orbán no fue el primero en pensar así, ya Hitler había visualizado un futuro semejante en 1933. La Alemania nazi votó solo una vez, después, el dictador se consideró legitimado para aplicar todo su programa porque tenía mayoría. Orbán no es Hitler, pero vale la pena considerar el precedente: Las elecciones son condición necesaria pero no suficiente para que haya democracia, mucho menos para garantizar la libertad.
En Honduras no faltan los “visionarios” que, decepcionados por la clara falta de resultados exitosos que la desnutrida democracia practicada desde hace más de cuarenta años, o simplemente debido a su odio visceral hacia los Estados Unidos, pretenden denostar la libertad y ven con manifiesto resquemor una forma de vida basada en la tolerancia, la libertad empresarial, el equilibrio de poderes y el respeto a las minorías.
Resulta más preocupante que el discurso se acentúe viniendo del sector oficial. Es evidente sí, que se requieren cambios; que será necesario dar vuelta completa a la matriz productiva, combatir con eficacia la corrupción y avanzar en la aprobación de reglas claras e incluyentes, que garanticen que, mediante la libertad, existan oportunidades de mejora para toda la población y no solo para unos cuantos.
Pero decir desde el gobierno que nuestros referentes son Cuba o Venezuela, es condenar, sobre todo a los más pobres, a irse en busca de un lugar donde sí existan condiciones de vida favorables, basadas por supuesto, en libertad. Nadie sale de Honduras para Venezuela, Haití o Nicaragua.
A propósito de lo dicho. La semana recién concluida, el Instituto Fraser de Canadá, con el apoyo de la Fundación Eleuthera, presentó en la Universidad José Cecilio del Valle, la edición 2023 del índice Global de Libertad Económica. En él, Honduras aparece en declive y, sabiendo que el país nunca ha tenido un desempeño siquiera aceptable, no deja de ser preocupante que la libertad se continúe deteriorando en nuestro país.
Basta examinar los hitos fundamentales que integran el indicador: hemos retrocedido en tamaño del estado, fortaleza de la moneda, derechos de propiedad y acceso a crédito. Apenas nos mantenemos estables en libertad de comercio internacional y hay que relevar el hecho de que, desde el sector oficial, ya se habla de restringir la libertad comerciar para “beneficiar” el mercado interno. Si, retorna el viejo mito que tanta miseria causó en Latinoamérica durante el siglo pasado.
La situación es preocupante y es menester buscar que hacer para revertir esta nefasta tendencia. Corresponde a quienes amamos la libertad, a quienes sabemos que difícilmente los humanos hallaremos una alternativa viable para mejorar la vida de los pobres, definir mejor y dar a conocer, con elocuencia, un elogio a este mundo cambiante, una glorificación de la diversidad y un homenaje al progreso.
Aguzo el oído: oigo los desvaríos de los iliberales tanto más claramente porque su mensaje es simplista. Escucho la cacofonía de los liberales, cuyo mensaje es frágil por su complejidad. Sin duda ser liberal es ser complejo, porque los iliberales no escuchan en absoluto, mientras que los liberales escuchan a todos. Esta capacidad de escuchar y respetar a los demás es nuestra fortaleza moral, pero también, nuestra debilidad política.