
Tegucigalpa, Honduras. La vida de periodistas, defensores de derechos humanos y operadores de justicia en situación de riesgo depende de un Mecanismo que muchos denuncian como ineficiente, burocrático y, a menudo, contraproducente. Pero, ante su desgaste institucional, la pregunta incómoda permanece: ¿quién protege al Mecanismo de Protección?
Aunque desde 2015 existe una Ley específica para salvaguardar a estos sectores, las brechas estructurales siguen siendo profundas. El mecanismo opera con medidas parciales y denuncias de mal uso que se acumulan sin consecuencias.
Uno de los principales obstáculos es el económico. Las personas beneficiadas con medidas enfrentan un incremento sustancial en sus gastos mensuales, lo cual disuade a muchos de permanecer bajo protección.
Sobre este particular, platiqué con una persona que estuvo acogida con medidas de protección, quien comentó con crudeza: “de uno, pasé a comprar dos cartones de huevos”.
Detrás de la metáfora hay una realidad: los costos cotidianos asociados a la protección (desde el combustible hasta el mantenimiento de vehículos) recaen en quienes ya están en riesgo.
Lamentablemente, la mayoría de los defensores de derechos humanos y periodistas no pueden cubrir ese impacto en el presupuesto mensual.
Pese a que el mandato constitucional obliga al Estado a garantizar la vida como bien supremo, las medidas ofrecidas están lejos de ser integrales.
A menudo, el Estado asigna un agente policial sin transporte, obligando al beneficiario a costear vehículo, gasolina, alimentación y condiciones mínimas de movilidad. La promesa de protección termina generando una nueva forma de carga.
Las medidas policiales predominantes son patrullajes, perímetros de seguridad, asignación de agentes. Pero, incluso, aquí hay otros “gastos ocultos” que deben ser asumidos por los protegidos: desde construir garitas hasta reforzar viviendas, todo corre por su cuenta.
Han pasado diez años desde la publicación de la Ley en el diario oficial La Gaceta (15 de mayo de 2015), y en este tiempo personas bajo el amparo del Mecanismo han sido asesinadas violentamente, sin que se logre identificar responsabilidades o rediseñar la estrategia; otras, han renunciado a estas medidas por los asuntos antes expuestos.
“Las medidas no previenen, solo reaccionan. Funcionan como un cuerpo de bomberos que apaga incendios, pero no los evita”, dijo la persona entrevistada, quien también denunció la existencia de abusos internos: desde beneficiarios que usan los vehículos oficiales para fines personales, hasta funcionarios que no pierden el beneficio, aunque se compruebe el mal uso.
Y es que se da otro fenómeno entre quienes se benefician con el mecanismo, “hay personas que abusan de las medidas”, dijo la persona que accedió a compartir su testimonio, y agregó que “hay una familia que es en la que más se invierte el presupuesto del mecanismo de protección”.
Aunque no dio más detalles sobre esa aseveración, sí complementó sus declaraciones haciendo alusión a casos en los que se ha comprobado que hacen un mal uso de los recursos asignados, sobre todo en cuanto a los vehículos del Estado, en donde al realizarse operativos han detectado que no es precisamente la persona acogida quien conduce el auto.
Uno de los casos más sonados ocurrió meses atrás, cuando una joven beneficiaria fue detenida mientras su pareja, acusada previamente de agredirla, conducía el vehículo asignado como medida de protección.
En paralelo al mecanismo administrado por la Secretaría de Derechos Humanos (SEDH), existen otras instancias como la Fiscalía de Derechos Humanos, la Unidad de Protección a Testigos del Ministerio Público y un sistema precario de la Corte Suprema para jueces y magistrados. No obstante, la SEDH es la única con mandato legal directo sobre esta ley, y su presupuesto continúa siendo insuficiente o mal distribuido.
Especialistas advierten que, si no se reforman y fortalecen estos sistemas de protección, el Estado de Honduras podría seguir acumulando casos ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos por incumplimiento del deber de protección.
La vida no tiene precio, pero el sistema que debería protegerla sí: uno que muchos no pueden pagar, y que el Estado no está dispuesto, o preparado, a asumir plenamente.