Tomé prestado el título usado por Frederich Von Hayek, Premio Nobel de Economía 1974, en una de sus obras más laureadas y debatidas, para encabezar estas líneas.
En esta ocasión me parece muy propicio para describir algunos hechos que pueden arrastrar al país por el sendero de la debacle y la pauperización.
No basta con sumar a los graves problemas de subempleo, falta de inversión privada, inseguridad, sequía, incendios forestales y otros, la grave situación financiera que persiste en el sector eléctrico (continúan los apagones prolongados en Atlántida, Olancho y otras zonas del país) y no se ve cómo en el corto plazo se pueda evitar una crisis energética. Por si fuera poco, el observador cuidadoso, debe también agregar a sus preocupaciones, la falta de solución de los entuertos políticos que nos tenían en vilo hace ya más de una década.
¿Cómo hacer para que, quienes llevan las riendas del país tomen las decisiones correctas y eviten meternos en el estropicio del que no hemos podido salir en los últimos dos siglos? Es indispensable generar desde ya una consciencia crítica que genere una nueva forma de ver el desarrollo. Otros lo han logrado ¿Por qué no los hondureños?
Para darle un poco de sentido a este alegato, quisiera exponer tres postulados: 1) La política es, en parte, simbólica, es decir, está basada fundamentalmente en el deseo y el deseo se expresa siempre simbólicamente 2) Los símbolos tienen sentido en la medida en que se materializan, así dejan de ser símbolos 3) El poder no es simbólico. El poder es absolutamente realista y material.
Los tres numerales enunciados constituyen la simbiosis que se da necesariamente entre lo simbólico y lo material. Permiten entonces la derivación de las aspiraciones hacia su consolidación. No puede entonces (no debe) haber política sin resultados concretos y estos son necesariamente económicos. La gobernanza, el fortalecimiento institucional, el imperio de la ley que John Rawls expone como elemento clave para el desarrollo, son y serán solo instrumentos para consolidar el bienestar material, aspiración última de la ciudadanía que ve en sus gobernantes, los adalides que le permitirán concretarlos.
Pero nuestros políticos persisten en su desafío a la racionalidad. Con actitud arrogante y procaz, se empeñan en destruir cualquier intento de ordenamiento institucional que permita a la ciudadanía una salida a los innumerables problemas que no pueden resolver, no por falta de pericia, más bien porque les tocó nacer y vivir en un entorno hostil al desarrollo individual. Por eso buscan la frontera, por eso migran hacia destinos más amigables a sus aspiraciones.
Si nos atenemos a los tres postulados descritos arriba, debemos aceptar que, en el inconsciente colectivo hondureño deambula como necesidad prioritaria la seguridad de que cada cuatro años, su voto será el símbolo preciso que se requiere para realizar su aspiración al buen vivir.
Pero como en toda actividad humana, la transformación de la acción simbólica expresada en las urnas requiere de confianza y esta se ha venido minando a lo largo de los más de diez ejercicios electorales realizados desde noviembre de 1981.
Nada va quedando de la ilusión con la que el 75% de la población hondureña mayor de 18 años, acudió a las urnas el 20 de abril de 1980 para elegir a sus constituyentes. Lamentablemente, todo parece indicar que para el 2025 las cosas no pintarán mejor de ninguna manera.
Quince años pasan ya desde el fatídico golpe de estado de 2009, pero no hemos aprendido la lección: No hay crecimiento ni desarrollo económico posible sin confianza ciudadana y en el siglo XXI, la democracia es absolutamente necesaria –aunque no suficiente- para lograrlo. ¿Cómo esperar entonces que nuestro país emerja si no se dieron, ni se darán los cambios requeridos para recuperar esta confianza?
Pero nuestra sociedad (mejor dicho, nuestra clase política), padece de autismo crónico: Firmamos o pretendemos firmar acuerdos con organismos internacionales con la esperanza de generar el ansiado crecimiento. Edulcoramos la consciencia nacional con bonos y regalías pensando equivocadamente que así, al llegar el próximo torneo electoral, la gente acudirá feliz a elegir a quien ellos ya hayan definido. Nada de esto sucederá: ni desarrollo ni paz si se persiste en la actual estulticia.
Hay que poner de una vez por todas los dos pies sobre la tierra. Persistir en la arrogancia solo traerá un fatal futuro a nuestras ya sufridas poblaciones. La experiencia internacional nos muestra que una sociedad siempre puede estar peor y eso es lo que debemos evitar a toda costa.