A comienzos de la década de 1990 -por aquel entonces yo era un joven analista de la Secretaría de Hacienda y Crédito público- mi jefe Feliciano Herrera, uno de los más talentosos economistas del país, me decía que la política fiscal debe ser el faro que ilumina la deriva productiva en un país.
Dicha sentencia no era del agrado en el mainstream: la misión del FMI que continuamente nos visitaba, insistía siempre en que la política monetaria se ocupa de la gestión cíclica de la economía y la política fiscal debía ocuparse de reducir a toda costa el déficit y la deuda, cuanto más rápido mejor. Las virtudes expansivas de los ajustes fiscales se alababan, acentuando su posible impacto positivo sobre la confianza del sector privado.
Era otro mundo: El Muro de Berlín había -por fin- caído, los mercados internacionales rebosaban de activos debido a las bajas tasas de interés, los bloques económicos internacionales se agrupaban para comerciar, se había logrado controlar la inflación en las economías pequeñas, nadie percibía el peligro del terrorismo, salvo raras excepciones como Colombia ¡en fin! campeaba la confianza y el optimismo.
Pero todo se vino abajo demasiado pronto en aquel casi paraíso terrenal de Fukuyama. Y qué curioso, el asunto comenzó en México en 1994 y se expandió rápidamente por el resto del planeta. Hoy, después de más de ocho crisis globales de marca mayor -incluyendo la pandemia- aun los más liberales -y yo me cuento entre ellos- debemos entender que la política fiscal sigue siendo, de momento, necesaria.
Quise hacer esa reflexión de inicio, a propósito del anteproyecto de presupuesto público que el gobierno entregara al Congreso Nacional hace unos pocos días. El Presupuesto es solo un instrumento contable, refleja la intención de la administración y, en realidad, tiene poco que ver con la política fiscal (aunque Ud. no lo crea)
Mire usted, por ejemplo, lo que pasa este 2022: en abril se aprobó una cosa monstruosa que costaría 362 mil millones de lempiras (25% más que en 2021), sin embargo, hoy, faltando solo 3 meses y medo para que el año termine, se ha gastado apenas la mitad de lo establecido. Es decir, será difícil que, para diciembre, se ejecute más de un 80% de lo presupuestado, lo cual nos avizora un déficit fiscal bajo, pero deja clara la incapacidad que han tenido las instancias públicas para llevar a cabo lo que se proponen.
Pero bien, ¿Qué nos dicen las buenas prácticas sobre el impacto de la política fiscal en la economía de un país? Primero, que lo realmente valioso de ella son dos elementos: las transferencias del sector público al privado y la inversión pública en bienes capitalizables.
Cuando hablo de transferencias, no me refiero a esos mandatos contables que el gobierno debe ejecutar a favor de los entes estatales. Me refiero a la devolución de bienes y servicios por parte del gobierno a los particulares, verbigracia, los sueldos y salarios de policías, jueces, fiscales, maestros, personal de salud, materiales educativos, medicamentos, etc. Es decir, cosas que la ciudadanía podría obtener por su cuenta, pero que, por lo general, obtiene del estado debido a su condición de pobreza.
Estas transacciones tienen un impacto en la productividad del país, pero el mismo depende de qué tan parecidos sean estos servicios a los que la gente adquiriría si tuviera el dinero para pagarla por su cuenta. Ahí viene la primera pregunta: ¿Son los medicamentos que ofrece el gobierno, los que la gente quisiera tener si pudiera comprarla? ¿O a educación, la salud o la seguridad? He ahí la medida correcta del impacto de la política fiscal en la vida de la gente. He ahí la pregunta que deben hacerse quienes hacen políticas públicas en el país.
El otro factor clave son los bienes capitalizables, es decir, la inversión pública. Acá la pregunta es si dicho gasto en bienes y servicios de largo plazo son complemento a la inversión privada y, si es así, qué tanto le sirven a los empresarios y trabajadores estos proyectos. Es decir, ¿Cuál es la rentabilidad social de esta inversión?
Cierro diciendo que, en efecto, durante los últimos 20 años, la suma de transferencias e inversión pública representa solo el 64% del total del gasto. Es decir, solo este breve examen nos dice que la política fiscal en el país tiene un impacto tenue, al juzgar solo su tamaño y que, lamentablemente, los gastos corrientes, como sueldos de burócratas, viáticos y otras ligerezas, acaparan aun una buena cantidad de recursos que son innecesarios.
Valdrá la pena seguir examinando este tema tan importante para el país.