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La confrontación que asecha

Julio Raudales

A propósito de la reciente convocatoria a las elecciones de noviembre, una forma inteligente de entender y cotejar la coyuntura actual es recurrir a la dialéctica; esa técnica tan sabia como antigua que Heráclito heredó a Hegel y éste al resto de la humanidad para ayudarnos a zanjar diferencias y encontrar verdades, aunque sea temporales.

Las naturales diferencias, hijas del uso de la razón que como seres humanos cargamos desde el inicio de los tiempos, nos llevan a ver el mundo de diferentes maneras. La confrontación y el diálogo son dos modos de resolver esas diferencias y, aunque suele considerárseles excluyentes, es importante entender que la una no se puede constituir sin el otro.

Dialogo y confrontación son, en efecto, las dos dimensiones complementarias de la política. Lo importante es que no existan separadas. La confrontación sin posibilidad de diálogo puede llevar a callejones sin salida, inclusive a la violencia. El diálogo sin confrontación provoca la disolución de la política como sustitución de la guerra, ya que, sin peligro de enfrentamiento, la política carece de sentido.

Un diálogo sin confrontación puede ser incluso más peligroso que una confrontación sin diálogo pues al ser abandonada la confrontación desaparece la política -la política es confrontación- y así quedan todos los caminos abiertos para la violencia.

Llamémoslos enemigos en sentido clásico, o adversarios en tono diplomático, o simplemente contrarios u opuestos, lo cierto es que, sin antagonismos, la política estaría de más. 

Hegel lo argumentó de forma maestra: La oposición de los contrarios, vale decir, el reconocimiento de la existencia de antagonismos es la base de toda lógica política. O aún más claro: el diálogo, para que sea político, debe ser el resultado de una confrontación real o potencial. Primero la confrontación -o su inminencia- después el diálogo. No al revés.

Es la confrontación y no el diálogo, la ocupa el lugar preeminente en la política. Un diálogo sin confrontación solo se da en las relaciones amistosas. Pero la política fue inventada para relacionar a los enemigos y no a los amigos. Por lo mismo, el diálogo no puede sustituir a la confrontación. Incluso el diálogo, en política, debe llevar a la confrontación, o sea, al debate. De otra manera no es político.

Siendo entonces la confrontación y no el diálogo la variable fundamental, la tarea principal de la política es localizar y conocer exactamente al enemigo. Solo frente a un adversario delimitado, personificado en nombres y apellidos, y nunca ideológico, adquiere la política su razón de ser. 

Entre dos fuerzas políticas enemigas las confrontaciones pueden ser dirimidas a través del diálogo. Pero para eso es necesario que las confrontaciones o su inminencia, existan previamente.

Es indispensable, además, que la identificación del enemigo se haga en base a sus carencias cognitivas, actuaciones incoherentes o inconciencia en la visualización de la realidad. Sin la posibilidad de este conocimiento, el debate baja de nivel y se convierte en simple discusión de cantina. Es indispensable entonces, profesionalizar la política y encausarla hacia la solución de los problemas comunes. Solo así tiene sentido confrontar, dialogar y, por fin, consensuar.

Un diálogo, vale decir una negociación, solo puede ocurrir en esos casos en que las fuerzas políticas han dirimido fuerzas con las no políticas, o por lo menos, cuando han mostrado la decisión de enfrentarlas hasta las últimas consecuencias.

Cada momento tiene su política. Cada política tiene su momento. Equivocar el momento suele ser en fatal en política.

Un diálogo sin confrontación, o sin posibilidad de confrontación, no lleva a ningún lugar. Y es evidente: sin confrontación (o sin posibilidad de confrontación) no hay nada que negociar.

Y la expresión más civilizada, es decir, no violenta, de una confrontación son las elecciones. Por tanto, el dialogo debe encaminarse hacia allí. Cualquier otro tema que tratar es irrelevante, prosaico, frívolo.

Cuando a favor de una fuerza política se encuentra la mayoría nacional, la hegemonía cultural, la constitución, y la disposición de luchar por la vía electoral hasta las últimas consecuencias, la fuerza bruta del enemigo tendrá que ceder. Todos los ejemplos históricos lo confirman. Por tanto, es crucial no detenerse, ir hasta el final, es decir: ¡Hasta las elecciones!

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