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La burocracia como mal necesario

Roldán Duarte Maradiaga

Tegucigalpa. – La burocracia surge desde las primeras ciudades-estados como respuesta a la necesidad de coordinar recursos y mantener registros. A lo largo del tiempo, evolucionó de estructuras rudimentarias basadas en clérigos y escribas a aparatos complejos y profesionalizados inspirados en la racionalidad weberiana y, más recientemente, en la digitalización y gestión por resultados. Esta trayectoria histórica explica por qué las reformas contemporáneas suelen combinar aspectos tradicionales (jerarquía y normas) con innovaciones tecnológicas y de gestión.

El diccionario de la Real Academia Española define el ‘burocratismo’ como la “administración ineficiente a causa del papeleo, la rigidez y las formalidades superfluas”; a la vez, establece que el término ‘burocracia’ se refiere a una “organización regulada por normas que establecen un orden racional para distribuir y gestionar los asuntos que les son propios”, y que también alude al “conjunto de servidores públicos”.

Las anteriores definiciones ponen en evidencia, que una burocracia creada para ayudar a los miembros de una sociedad fácilmente puede dar lugar al burocratismo, que representa toda una pesadilla para los ciudadanos que demandan los servicios del Estado.

El surgimiento de la burocracia tiene antecedentes tanto antiguos como modernos. Las primeras noticias relativas al tema aparecen en la Mesopotamia, aproximadamente entre los años 3,500 y 1,539 antes de Cristo (a C.), como resultado de la invención de la escritura cuneiforme para llevar registros de tributos, tierras y contratos, evidenciados en tablillas administrativas encontradas en Uruk y Lagash, que muestran funcionarios encargados de recolectar y redistribuir alimentos y bienes.

Posteriormente, durante el imperio romano (27 a C. al 476 d C.), existió el Cursus publicus, un sistema de correos y mensajería oficial que permitía supervisar las provincias. Además, aparecieron los Oficiales fiscales (procuradores), encargados de la recaudación de impuestos, y los scribae que llevaban la contabilidad pública.

En las sociedades moderna, especialmente en las monarquías absolutas de los siglos XVII y XVIII, cuando el poder estaba centralizado en el monarca, se consolidan los ministerios y consejos (Finanzas, Guerra y Hacienda).

Con la revolución francesa y el surgimiento del estado-nación a finales del siglo XVIII, a iniciativa de Napoleón Bonaparte (1,800), se produjo la reorganización administrativa en departamentos, y la profesionalización de la función pública mediante exámenes y nombramientos formales.

La influencia de la ilustración en el siglo XIX ocasionó un creciente énfasis en la racionalidad y la legalidad del aparato estatal, a la vez que la expansión del ferrocarril, correos y telégrafos requirió redes burocráticas complejas.

A principios del siglo XX, Max Weber definió los componentes de una burocracia “ideal”: 1) Jerarquía clara y división del trabajo; 2) Reglas escritas que regulan procedimientos; 3) Administración profesional con selección por méritos; y, 4) Impersonalidad en la toma de decisiones.

Pero en nuestra sociedad la definición de Weber de una burocracia “ideal” se quedó truncada, manca y coja, ya que el término la gente nunca lo percibe como algo bueno.

Hace algunos años atrás la Redacción de El Heraldo publicó un editorial que contiene expresiones como las siguientes: “Cuando se piensa en la burocracia, los apelativos son casi siempre negativos: corrupción, pereza, derroche, ineficiencia, entre otros. Por un lado, pareciera que hay un complot gubernativo para hacer perder el tiempo de quien acude a las instancias oficiales a realizar cualquier trámite. Por el otro, da la impresión de que el Estado es una empresa que no se sostiene por una administración inteligente, sino gracias al mercado cautivo en el que se encuentran los usuarios de un monopolio público, quienes no tienen más opción que soportar el pésimo servicio que brindan las instituciones de gobierno” (Males endémicos de la burocracia).

Una burocracia ineficiente en un país de bajos ingresos como Honduras, puede afectar la economía en múltiples formas y niveles, siendo sus repercusiones más notorias las siguientes: 1) Aumento de los costos de transacción, por retrasos y demoras y por costos financieros ocultos. 2) Desincentivos a la inversión local y extranjera, por la incertidumbre regulatoria y la competitividad reducida. 3) Fomento de la economía informal, por evasión de trámites y menor productividad agregada. 4) Pérdida de ingresos fiscales, por recaudación deficiente y menor gasto público. 5) Corrupción y captura de rentas, por crear oportunidades para el soborno y ocasionar una reducción de la confianza. 6) Inadecuada provisión de servicios públicos, por una eficiencia operativa reducida y enfrentar la desigualdad territorial. 7) Desalineación de incentivos y mala asignación de recursos, a consecuencia de proyectos sobredimensionados o inconclusos y un bajo nivel de innovación.

En resumen, una burocracia ineficiente actúa como un freno estructural al desarrollo de un país pobre, obstaculizando la inversión, fomentando la informalidad, mermando la recaudación fiscal y degradando la calidad de los servicios públicos. La reforma administrativa —orientada a simplificar trámites, transparentar procedimientos y digitalizar procesos— es clave para romper este círculo vicioso y potenciar el crecimiento económico sostenible.

Honduras necesita por lo menos una burocracia medianamente eficiente y efectiva, por lo cual cada vez resulta más necesario, hacer realidad la existencia de un verdadero Gobierno Digital en este empobrecido país.

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