La mejor medida para la prosperidad de una sociedad es lo atractiva que es para otros el inmigrar a esta y, conversamente, la voluntad de sus miembros de emigrar para buscar mejor suerte. La mejor expresión de la opinión real de las personas sobre los lugares es su “voto con los pies”, el cual, al contrario de las opiniones expresadas o votadas, tiene un alto costo personal. Honduras, como bien sabemos, no califica muy bien en esta medición; pero no siempre ha sido así. Al estudiar esto, podemos aprender y tomar lecciones útiles para el futuro.
Tres de mis cuatro abuelos son inmigrantes, y sus años de llegada son instructivos: 1920, 1923 y 1924. Honduras no tenía mucha estabilidad política (este periodo está enmarcado entre las dos guerras civiles más feroces de nuestra historia, de 1919 y 1924), y los niveles culturales correspondían a una sociedad que mayoritariamente practicaba la agricultura para subsistir. Lo que ocurrió en las primeras décadas del siglo (1900-1930) fue el auge del rubro del banano, el cual desató una espiral de prosperidad (focalizada ciertamente) que trajo personas de todo el mundo a probar su suerte en Honduras.
Los niveles de crecimiento alcanzados hasta 1930 fueron explosivos, incluyendo el nacimiento de la industria nacional. El nivel de exportaciones reales por habitante alcanzado en ese año no fue superado hasta más de sesenta años después. Igualmente, el ingreso por habitante llegó a un nivel que requirió casi 50 años volverlo a alcanzar. Políticamente, se lograron dos transiciones democráticas (11 años de gobierno constitucional democrático interrumpido en 1936), que no se logró acumular de nuevo hasta 1993. ¿Cómo pudimos llevar esta curva aparentemente virtuosa de madurez política, crecimiento económico e inmigración? ¿Por qué se perdió, y qué podemos aprender de lo que se hizo bien y mal?
La oportunidad la dio un rubro que estaba a la punta de las revoluciones tecnológicas de la época, como lo fue el banano. El saneamiento a través del drenaje de pantanos y el conocimiento del efecto de los mosquitos en la transmisión de enfermedades tropicales permitieron el desarrollo del Valle de Sula y otros territorios en nuestra costa norte. El desarrollo del ferrocarril y el abaratamiento de la navegación en vapor permitieron que la inversión fuera rentable. Por último, la migración interna que acompañó el proceso de la llegada de capitales y personas del exterior, permitió dar pujanza al crecimiento.
Mucha de la memoria histórica de este rubro lo define como enclave, es decir, que no se integró a la economía y sociedad nacional, quedando como un injerto exógeno. Igualmente, se le atribuye motivos de codicia y falta de escrúpulos a los que desarrollaron esta actividad. Correctamente se recuerdan las gestas de reivindicación de los trabajadores, correctivos necesarios ante un capitalismo elemental. Sin embargo, el enfoque en las deficiencias limita el estudio de los logros y de las lecciones que nos deja.
El problema no es que vinieron, sino que fueron muy pocos, no se quedaron y no aprendimos a sustituirlos nosotros. Si la inversión bananera se hubiera diversificado, atrayendo más capital del exterior y reinvirtiendo utilidades, hubiese sido posible que este motor hubiese continuado creciendo. En primer lugar, hay que aceptar que la Gran Depresión, que inició en 1929 y continuó hasta entrada la década de 1930, y la Segunda Guerra Mundial (1939-45) crearon una severa disminución en las oportunidades de continuar atrayendo este tipo de inversión externa.
En ausencia de más inversión en recursos, atraer y retener inmigrantes hubiese sido una opción. La ausencia de desarrollo social era una limitante severa, que solo se logró superar parcialmente en La Ceiba y San Pedro Sula, donde colonias inmigrantes independientes (aunque vinculadas) al banano lograron establecerse y permanecer. Una definición más inclusiva de nacionalidad y una apertura proactiva a la migración nos hubiera permitido atraer españoles después de su Guerra Civil (como hizo México) y refugiados europeos de la Segunda Guerra Mundial. Más bien, prevaleció un espíritu pequeño y localista, derivado de un confuso sentido de nacionalidad étnica y no cívica, olvidando nuestro origen como crisol de razas y costumbres. En vez de volver atractivo el venir, se tomó como oportunidad para robarle a los alemanes e italianos y prohibir la migración de afrodescendientes y asiáticos.
Internamente, hubiésemos podido invertir recursos públicos en infraestructura. El trauma del ferrocarril interoceánico con su consiguiente deuda, acompañado del inmovilismo de un gobierno que preciaba la estabilidad por encima de todo, impidió cualquier tipo de inversión pública mayor en infraestructura o educación. En particular la poca inversión en educación pública es inexcusable (un 7% del presupuesto nacional en 1940, contra un 19% en el Ministerio de Guerra), ya que esta era la única forma de formar personas para complementar los inmigrantes como motor de desarrollo.
La población educada o con recursos económicos excedentes era escasa. Además de sus números limitados, los incentivos habían sido de dirigir a las personas educadas a la burocracia o el derecho, y el capital a las rentas. La mayoría del capital se encontraba en tierras rurales que, al no tener una penalidad fiscal por estar incultas y al haber un sistema precario de posesión, sus propietarios tenían poco incentivo para invertir. Una visión empresarial y de estado hubiesen permitido tomar ventaja de estos recursos para iniciar el desarrollo.
Es útil estudiar este periodo de la vida nacional para aprender. Debemos crear una patria que sea inclusiva para cualquiera que quiera ser parte benéfica de la misma, invertir y dirigir nuestros recursos a la producción futura, no confiar que los rubros continuaran estables, y prepararnos lo más que podamos como personas y empresas. La memoria de una oportunidad que se desaprovechó nos puede servir de escuela.