Honduras, porosidad a prueba

Por: Thelma Mejía
 
Tegucigalpa.- El país vive actualmente una coyuntura política interesante e incluso fascinante para los estudiosos de las Ciencias Sociales.

Un movimiento ciudadano liderado por jóvenes y hondureños de clase media está dando de qué hablar en las últimas semanas y el gobierno del presidente Hernández ha entrado en una etapa en donde o empuja las reformas que el país amerita o apuesta por un status quo a un costo impredecible para su gestión.
 
Pero no solo el mandatario hondureño enfrenta este nuevo reto, también la sociedad entera que se encuentra frente a una transición generacional en la cual se han desbordado todo tipo de liderazgos políticos, gremiales, sindicales y civiles tradicionales, incluyendo a la academia.
 
En esta indignación colectiva ellos no se ven y más parece que han entrado a una especie de progeria. La única que parece leer lo que pasa es la iglesia católica, no en vano tiene un poder de más de dos mil años.
 
El movimiento ciudadano denominado Oposición Indignada, me recuerda al surgimiento del movimiento zapatista en Chiapas, México, que anunció su salida usando las redes del Internet y descolocando así a toda la prensa mexicana y la clase política de ese país.
 
Ellos surgieron un 1 de enero de 1994 en la llamada selva Lacandona en México. Lo hicieron por Internet y ese día México empezó a entender y descifrar la importancia de la globalización de la información, mientras la prensa, acostumbrada mayormente en ese país a dar la espalda a los procesos sociales, no le tocó más que registrar y hacer visible algo que empezaron descalificando.
 
Como siempre, existen las excepciones en los medios de comunicación social.
 
Otro hecho interesante y reciente en México fue el llamado movimiento estudiantil “Yo soy 132”.
 
Ellos como el movimiento de los indignados en España o la llamada primavera árabe en el medio oriente, son parte de lo que ahora los teóricos llaman los nuevos  movimientos sociales del siglo XXI.
 
Aquí las redes sociales son fundamentales, pues se convocan entre sí, son movimientos más horizontales y menos jerárquicos que los tradicionales y sus liderazgos son espontáneos y colectivos. En el fondo, cuestionan las viejas formas de hacer política y de representación política en la sociedad. Honduras parece que está entrando en esa etapa.
 
Las llamadas Marchas de las Antorchas han despertado la simpatía en diversos sectores del país, en especial una clase media que se siente indignada por los atropellos en su salud, en su bolsillo y en sus sueños por un mejor país.  Y ha sido la corrupción en el Seguro Social uno de los temas que más los convoca. Los jóvenes—estigmatizados de muchas formas—se han sentido identificados y hoy acuerpan y lideran ese gran movimiento ciudadano.
 
¿Por qué? Porque se jugó con la salud y la vida de las personas, porque indignó que esos recursos fuesen usados en el financiamiento de campañas políticas, mientras la gente reclamaba o moría por no tener un medicamento a mano. Los responsables jugaron con la vida en un país donde vivir es ya una osadía.
 
Y más allá de quién es culpable o inocente, hay otra cuestión de fondo: la porosidad del sistema y de la institucionalidad hondureña. El gobierno del presidente Hernández, imagino, no pensó que todo estuviera tan poroso que por donde se toca, se resquebraja. Por eso sus acciones deben ser contundentes y convincentes.
 
El país no resiste ni un rubor marca Clinique ni uno de Revlon, por eso el informe de la Comisión Multipartidaria del Congreso ha sido tan cuestionado, máxime cuando uno de los funcionarios del Ejecutivo reveló en un programa televisivo cómo se negoció el documento: si sacas este nombre, no firmo, si pones el otro, tampoco firmo. Y no le bastó decir eso, sino que aseverar que en esas negociaciones participó el Ejecutivo. La duda sigue al periodista.
 
En un intento por ayudar y arropar a su gobernante, el partido en el poder, El Nacional, ha convocado a las contramarchas a las marchas, en una especie de medición de fuerzas en un país donde sus líderes políticos parecen no querer entender el grito en la calle. La polarización no es la mejor consejera.
 
La presidenta de Brasil, Dilma Rousseff, ante unas fuertes protestas por aumentos impopulares, no dudó en decir: “Hay que escuchar a la calle” y dio la cara a las revueltas. Hoy, la corrupción ha salpicado su gestión con el mayor escándalo en Petrobras, y aunque intenta ver cómo logra terminar su gobierno, ni ella ni su partido han descalificado el clamor de la calle.
 
En las Marchas de las Antorchas anda de todo, porque al igual que en este país, todos caben, y unos más que otros, tarde o temprano serán víctimas de sus propias autodepuraciones. El problema no es quién es más digno o indigno, el problema es que hay un país que está poniendo a prueba su porosidad, un país que está enfermo y hay que evitar que entre a una etapa terminal.
 

Cuando uno ve el número de intervenciones a que es sometido el Estado por la “señora corrupción”, un escalofrío recorre el cuerpo al tomar fuerza la tesis de la “captura” del Estado. Sin duda, estamos frente a una etapa determinante con escaso margen para los errores. Hay que escuchar a la calle, todavía estamos a tiempo.

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