A los 18 años, Pedro (54 años) fumaba y bebía regularmente alcohol. A los 22 empezó a coquetear con la cocaína y el beber fue progresivamente en aumento. Trabajaba en la hostelería y vivía con sus padres.
En los 10 años siguientes se casó, tuvo una hija, se divorció… Y, paralelamente, el consumo esporádico y supuestamente «controlado» evolucionó hacia un alcoholismo flagrante.
“A partir de los 28 años ya estaba hecho un adicto, es decir, bebía por la mañana, bebía al mediodía, bebía por la tarde y por la noche, todos los días. Y la rayita de coca, por supuesto, me la hacía al final de la noche”, cuenta Pedro.
A partir de la separación Pedro atravesó varias depresiones. Entonces se aferró a la bebida “como excusa”. Desde ese momento, el consumo fue en exceso. “Llegué a beber a diario hasta 15 litros de aguardiente”. A lo que añadía 10 cervezas. “Así estuve muchos años. ¿El motivo? No sé.
Le puedes echar la culpa a la depresión por haberme separado, tal vez…Pero lo gracioso es que me gustaba”, se sorprende Pedro. Sin embargo, su voz transmite la sensación del vacío que experimentaba en aquellos tiempos. Un aire de falta de motivación y entusiasmo que toda persona con tendencia a la adicción busca llenar con los estímulos provocados por la sustancia o por el hábito compulsivo. “A lo mejor bebiendo pensaba en ese momento que evitaba los problemas”.
Pero lo cierto es que los acumulaba: en la pareja, en el trabajo, en su organismo. El aliento, el sudor, su aspecto y sus actitudes, delataban a Jorge frente a los suyos. Sin embargo, su entorno le toleraba, quizá porque no se comportaba de manera agresiva. “La persona alcohólica piensa que todo el mundo está equivocado y que ella tiene razón”.
Sin embargo, desde los 33 años está intentando salir de la trampa, aunque sin éxito. Pero, había tocado fondo, su familia estaba mal, la economía peor. Es un punto límite después del cual ya no hay retorno. “Hay una cosa después de tocar fondo, que es lo que le ocurrió a un amigo: suicidarse. Pero a mí eso nunca se me pasó por la cabeza: cuando ya no pude más, busqué salir”, recuerda con tono dramático. “El día que dejé el alcohol estuve en mi casa tres días mal, con temblores y fiebre.
A partir del tercer día lo había conseguido”, describe Pedro su síndrome de abstinencia, una etapa que muchas personas no pueden superar sin ayuda médica, psicológica y espiritual en un centro de rehabilitación. “Salí a caminar y a mirar los bares, y me decía: si has aguantado tres días, puedes estar un mes, tres meses, un año sin volver a beber alcohol; y así lo hice”, se enorgullece. Eso sí, lo tiene claro: “Si tú quieres realmente dejarlo, puedes; yo quería y puse de mi parte”.
Tuvo un par de recaídas, pero le bastaron para darse cuenta que la bebida no era una solución. “Por recaer no se acaba el mundo, aprovechemos la experiencia acumulada y volvamos a levantarnos, continuar con las terapias, con lo que estemos haciendo. He recaído varias veces, pero he seguido.Y hoy me doy cuenta que me río más y soy más feliz afrontando los problemas de cara y con la frente en alto”.