
Tegucigalpa. – Uno cree estar preparado para aceptar y despedir la partida de una madre, pero no es cierto. La mía, Juana Francisca López, cariñosamente conocida como “doña Juanita” o “La abuela”, se nos fue recientemente, dejando un dolor inmenso entre quienes la amamos: sus hijos, su hermana, sus nietos, bisnietos, sobrinos, nueras, sus amigos, el vecindario y todos quienes la conocieron.
Mi madre fue una mujer humilde, con una sabiduría popular como pocos. Era el roble de la familia y así se proyectaba entre quienes la trataron, le escucharon un consejo o disfrutaban de su sentido del humor y su hermosa sonrisa alrededor de una taza de café, una comida o una conversación casual. No fue una madre exigente, todo lo contrario, valoraba como un tesoro cada detalle que recibía con la sencillez que le caracterizaba.
Fue una ama de casa excepcional, siempre había en su exquisita cocina un bocado para el amigo, el vecino o el visitante foráneo. Ese don de dar sin recibir nada a cambio, nos los inculcó a sus hijos, nietos y bisnietos. Mi madre era una mujer de una fe profunda, no le faltaba una radio para escuchar la misa los domingos y luego la música del recuerdo o el partido del equipo de fútbol de sus amores: el Motagua.
Esa fe que profesaba le permitió morir en paz, en casa, rodeada del amor de su familia. Había salido bien de una operación de cadera y yo la molestaba al decirle: te tocó viejita pasar otra navidad con nosotros en la capital, y solo me miraba y sonreía. Pero, Dios dispuso otra cosa y se nos fue a escasas semanas de cumplir 93 años, lúcida, como siempre, y despidiéndose de a poco de sus seres queridos y de sus plantas que tanto amaba.
En su velatorio hubo todo lo que ella soñaba: muchas flores y la gente del pueblo y sus amigos acompañándola, reflejando esa solidaridad y convivencia propia de los pueblos. Hasta su casa, en San Lorenzo, Valle, llegaron a despedirla sus amigos que cultivó en la capital, entre ellos los “del vecindario” a quien ella quería como sus hijos, como una extensión de nuestra familia. Y así es y será.
Difícil describir a nuestra madre que tuvo su primera piñata a los 80 años porque era de esas personas que contaba a retazos, a sus hijos y nietos, la dura infancia que le tocó vivir, de la cual nunca renegó, siempre contaba lo mejor y siempre nos inculcó con nuestro padre, “Don Chicho”, valores y principios que hoy se están perdiendo: la amistad, el agradecimiento, la lealtad, la alegría, el don de servir, la honestidad, la solidaridad, entre otros. Nos enseñaron a perdonar y a no guardar ni odios ni rencores, sin que ello signifique renunciar a la verdad y la justicia.
Esos valores y cualidades que inculcaron y cultivaron entre sus conocidos, lo vivimos su familia en su velatorio, entierro y rezos de novenario, al sentir ese inmenso cariño y solidaridad que nos ha permitido amortiguar el dolor de su partida. Infinitas gracias a todos por sus muestras de solidaridad, no tenemos palabras que retribuyan esas expresiones de cariño.
Desde su inesperada despedida, todos los días, y en especial por las noches—cuando le hablaba siempre—sigo el consejo de mi amiga Julieta Castellanos: hacer trampa a la vida para aceptar que ya no está con nosotros, trato de tener mi mente ocupada y como este país está tan agitado, no me quejo, hago trampas para salir adelante y encontrar en el tiempo el bálsamo del consuelo.
Un poco fortalecida, agarré valor para escribir sobre mi madre, darle miles de gracias por querernos tanto, decirle que está en nuestros corazones, que la vamos a llorar mucho, pero que la vamos a recordar siempre porque nos dio todo lo que tenía: su amor. Que ese roble que fue para nosotros, seguirá siendo nuestra inspiración y que su familia seguirá unida como lo soñaron y nos lo hicieron prometer nuestros viejos, porque las raíces que sembraron fueron sólidas como su amor y cariño. ¡Gracias madre! ¡Gracias por todo!







