“El hombre que está dentro vuelve hacia ellos la cabeza, hacia un lado, hacia el otro, se ve que grita algo, por los movimientos de la boca se nota que repite una palabra, una no, dos, así es realmente como sabremos, cuando alguien, al fin, logre abrir la puerta: Estoy ciego”
Así describe José Saramago -Nobel de Literatura 1998- el inicio de la catástrofe humanitaria provocada por una extraña ceguera contagiosa. Un solo hombre, según el autor luso, contamina a toda la humanidad, salvo a la mujer de su médico, de su ceguera distópica. El mal se propala primero por una ciudad, después por un país y al final por todo el mundo.
Con especial agudeza, cómo si hubiese leído la obra maestra del Nobel -es posible que sí, aunque no lo dijo- nuestra presidenta diagnosticó para Honduras el mal descrito por Saramago. “Voy a pedirle a la OMS que nos apoye porque los hondureños padecen de un mal peor que la COVID-19: una epidemia de ceguera”.
Lo hizo en calidad de reproche, como madre que reclama a sus hijos el no valorar su esfuerzo en educarlos, en hacerlas personas de bien. Habría que preguntarse más bien ¿Qué poción secreta tiene el poder político, que hace que ciertas personas al tenerlo, vean lo que otros no y enceguezcan ante lo verdaderamente crucial?
¿Y qué es lo que no vemos los catrachos según su merced?
Pues la enorme cantidad de obras que, según ella, su gobierno realiza por el bien de todas y todos: Hospitales, escuelas y demás infraestructura productiva y social; subsidios a la energía, a los combustibles; enormes cambios institucionales como la brillante y eficaz Corte Suprema de Justicia o el nombramiento de un intrépido Fiscal General; su lucha por traer la CICIH, los beneficios de la Red Solidaria, el cuidadoso manejo del ambiente, el combate a la delincuencia mediante un decreto de “estado de sitio”, ¡en fin! el más que evidente cambio en la gestión de un país que sufrió 200 años de penuria y que, hoy por fin, ve asomar la luz.
Una ceguera blanca y lúgubre a la vez (como la del libro), parece impedir a los legos, ver el paraíso que el actual gobierno construye y se empeña en dejar a las futuras generaciones. Una muralla de prejuicios, odios ancestrales, hiper criticismo o simple y banal cálculo político nos hace despreciar cualquier viso de mejora que el actual gobierno impulsa.
En realidad, toda administración exhibe debes y haberes. La partida doble también funciona allí. Hay 3 hospitales en construcción (hacía más de 50 años que no se construía ninguno), algunas de las carreteras en mal estado están en proceso de mejora, muchos de los pobres reciben bonos, subsidios y otras regalías. La verdad es que no hay forma de cuantificar el rédito social de estas acciones, pero también es útil decir que todo ello se parece mucho a las cosas que, en mayor o menor grado hicieron gobiernos anteriores, quienes también se gloriaban de sus logros y a los que tampoco podemos recordar con gratitud.
El mayor problema es que, más allá de la ceguera, ingratitud o behetría de esa gente que no puede o no quiere ver, están los indicadores que siguen siendo malos.
No hablemos de pobreza o desigualdad, tampoco de mal nutrición o mortalidad, menos de competitividad o facilitación de negocios, ya sabemos que estos solo se pueden cambiar en el largo plazo y muy injusto sería pretender que nos transformemos en país desarrollado de puro milagro. Esos no existen en economía.
El asunto es que hay otros indicadores -de proceso- que no se mueven en dirección correcta. Es allí donde estriba el mal que ellos, los que nos gobiernan, tampoco quieren ver: los casos de corrupción campean como otrora, videos de narcos, asimetría de poderes, manejo adecuado del gasto público, sobrendeudamiento interno y externo, muertes violentas, inseguridad jurídica, ambiente de confrontación… ¡Es mucho! Y entonces, la impresión que da es que nada cambia, aunque la Presidenta reclame ceguera.
“Creo que no nos quedamos ciegos, creo que estamos ciegos, ciegos que ven, ciegos que, viendo, no ven” explicó mejor Saramago en su novela. ¿Ver qué? Esa es la pregunta. Ojalá que busquemos la lucidez tan necesaria para que esto cambie para bien y que los ciegos vean, pero, sobre todo, que las mentes brillen.