En el umbral del bicentenario

Por: Julio Raudales

El 2020 se avizora como un espectro sin luz ni sonido frente a los ojos ya frustrados de los hondureños que, como un crío nuevo en la escuela, asistimos con incertidumbre al bautizo de fuego de la nueva década, la del bicentenario; nada halagüeña, por cierto.

Los comunicadores sociales escarban día a día sobre los acontecimientos que de forma espontánea van señalando el devenir. Hay que responderles y hacerlo con inteligencia y equilibrio, si es que entendemos que la buena información y la opinión calificada son la base para una adecuada formación ciudadana.

Cada día es un cúmulo de sorpresas: por la mañana se habla del Fondo Monetario, por la tarde es la MACCIH, masacres carcelarias, violencia, ahora contabilizada por asesinatos múltiples ¡en fin…! El ocaso de la década solo es el preludio de nuestro ya anunciado fracaso colectivo.

Y entonces, ¿Qué esperar? ¿Será que la economía despegará tal y como vaticinan las autoridades atiborradas de entusiasmo? ¿Podremos asistir los hondureños por fin al cumplimiento del acariciado sueño del bienestar colectivo pese a las manifestaciones callejeras y los paros?

Abba Lerner, un famoso economista moldavo que emigró a Gran Bretaña en los primeros años del siglo pasado, decía que la economía como ciencia, puede tener éxito en determinar reglas para el bienestar material de los países, siempre y cuando los problemas políticos estén solucionados. 

Esa máxima es a mi juicio, la razón fundamental de las diferencias entre los países exitosos y los que no lo son. Nada en una sociedad funciona bien si no hay gobernabilidad y esta se determina fundamentalmente por la actitud y honestidad de los políticos.

Es por ello por lo que resulta difícil pensar en el éxito de ideas innovadoras como el 20-20 o planes bien estructurados como la Visión de País-Plan de Nación, si no existe una voluntad firme y continuada de hacer que prospere el estado de derecho.

Por ello, alguien decía con mucho tino, que los únicos indicadores que necesitamos para medir el bienestar social de nuestro país deberían ser: porcentaje de hogares que recogen la basura y eficiencia en el despacho postal. Haga usted el recuento y verá que los países en donde se hacen estas dos tareas de forma eficiente son desarrollados. 

Más allá de la estabilidad fiscal aparente y siempre discutible, de la baja inflación, la acumulación de reservas internacionales por parte del Banco Central y la reducción sistemática de la tasa de interés en el mercado financiero, debemos reconocer que los resultados esperados en términos del bienestar económico han sido modestos:

El subempleo es el más elevado de la historia, la pobreza se niega a ceder y sigue teniendo una incidencia del 60% en el total de las familias, la brecha entre ricos y pobres se expande y los indicadores de educación, salud y seguridad social, siguen siendo los más precarios de Latinoamérica.

Y los medios que en la experiencia internacional han funcionado probadamente para revertir el penoso estatus en el que vivimos y nos hundimos continuamente, siguen sin darnos esperanzas de mejora: 

El clima de negocios es poco amigable para quienes desean arriesgar su capital, la percepción de corrupción permanece elevada e impide que haya confianza, el mercado laboral continúa inflexible y poco dado a facilitar las cosas y la seguridad jurídica es todavía un sueño.

En este contexto, pareciera que cualquier esfuerzo que la ciudadanía realice, por muy bien intencionado que parezca, no va a tener éxito. Deberíamos preguntarnos seriamente el por qué el aparente equilibrio macroeconómico y demás políticas implementadas parecen no tener ningún impacto. 

Quizás valdría la pena hacerle caso a Abba Lerner y pensar que no se puede construir una casa sobre la arena. De nada nos servirá esforzarnos más si no somos capaces de mantener la gobernabilidad y esta solo se logra a través de la obediencia incondicional a las leyes.  

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