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El poder

Por: Víctor Meza

Tegucigalpa.- El poder suele actuar como si fuera una droga. Envuelve a quien lo ejerce en una nebulosa en la que se mezclan por igual el placer y el sufrimiento, la algarabía y el silencio, la euforia y la soledad.

Si quien lo ejerce no está totalmente preparado para ello, con mayor facilidad sucumbe a sus encantos y cede ante la tentación de sus desmanes. El ejercicio del poder requiere sabiduría y abundante racionalidad, dominio de los peores instintos y reflexión suficiente para no ceder ante la tentación autoritaria que todo poder engendra.

En el auge de su ejercicio, el poder florece y luce interminable. Ya en el ocaso, el poder se va evaporando lentamente y escapa de las manos de quien lo ha ejercido y disfrutado durante largo tiempo. Empieza lo que algunos llaman “la soledad del poder”. El momento en que los consejeros áulicos empiezan a salir del escenario, silenciosos, a hurtadillas para que el gobernante no se entere o lo descubra más tarde, cuando ya el desertor esté lejos y a buen recaudo. Poco a poco, el gobernante se va quedando solo. Es el punto culminante, la hora de la verdad.

Por todo ello, es comprensible que los gobernantes se aferren al poder como si este fuera la mágica tabla de salvación que los librará del naufragio, el único y último recurso para ponerse a salvo. Se inicia esa fase de fetichismo en que las cosas adoptan formas vivas de existencia, y el poder se convierte en un altar ante el que se rinde pleitesía permanente y cotidiana. El otrora poderoso comienza a ser débil ante su antiguo poder.

La situación es más compleja cuando se ha ejercido el poder en forma despótica y arbitraria, cuando cada acción del poderoso  ha engendrado discordia, disgusto y furia acumulada. Los adversarios de antaño se han convertido en los enemigos de ahora; los antiguos aliados se han ido o han cambiado de bando. La base social del poder arbitrario ha comenzado a disolverse y nuevos aspirantes asoman sus pretensiones en el panorama cercano. Parece que el fin se acerca.

Y entonces es cuando el gobernante se aferra con mayor desesperación a las riendas del poder. Ya ha entendido que el asunto va en serio y que el desafío es de vida o muerte. La sinrazón suplanta al buen juicio y la lógica desaparece en los entresijos del análisis.  El gobernante sabe que al salir del poder será un pez sin pecera. El poder ha sido para él lo que el agua ha sido para el pez. Hoy apenas si es, como dicen los versos, “una piraña atormentada en un acuario”. Un pez a punto de ser pescado.

Sus alianzas políticas se debilitan cada vez más; su liderazgo se erosiona y sus mejores socios ya han comenzado a abandonarlo. Sabe que se está quedando solo. Acostumbrado al autoritarismo y a la obediencia ciega de sus colaboradores, no concibe la vida sin el ambiente de temor y servidumbre que su poder ha engendrado. Piensa en las armas y los uniformes como opción válida y desesperada, como única vía para conservar el poder, aunque sea a costa de su endurecimiento progresivo y de la represión constante. Los militares aparecen en el horizonte como la fórmula salvadora, el instrumento idóneo para conservar el poder y defenderlo de quienes pretenden asaltarlo.

No sabe el gobernante que esa salida es tan engañosa como alucinante. No es una salida; es más bien una forma sinuosa de entrar en otra senda de conflictos y problemas. Ya no será el poderoso de antes. Se convertirá en un prisionero de las armas ajenas, las que están en manos de otros, tanto o más ambiciosos que él. De esta manera, el gobernante pasa a ocupar un puesto de primera fila entre los gobernados. Solo el pensamiento ilusorio le permitirá seguir creyendo que sigue siendo el poderoso de antaño. Ironías y burlas de la historia, sin duda.

El gobernante va por el último sendero entre los jardines del palacio.  Lo hace sin darse cuenta que ya no hay retorno posible. Está tan obnubilado, que ni siquiera ha notado la inesperada ausencia de la Guardia Pretoriana que siempre le rodeó. Es el fin.

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